Elogio del narcisismo (y dos)
El mes anterior elogiaba el narcisismo, por supuesto que con su punto de sal. No hay rasgo de personalidad que más horrorice a la izquierda. El narcisismo se opone a la idea del sacrificio por una gran causa, algo que sinceramente los militantes de izquierda creen que hacen.
El problema, y ese era el sentido del artículo, es que el narcisismo es una cuestión de perspectiva. Narcisista es una personalidad fuerte cuando su comportamiento nos disgusta. De lo contrario, cuando su comportamiento nos place, celebramos al protagonista como uno de los imprescindibles.
Ese tipo de conceptos psicológicos bloquea el análisis y, en el fondo, son una cobertura distinguida del insulto: te llamo narcisista para no llamarte un imbécil que no se comporta como yo quiero.
¿Significa esto que los individuos no son un problema en la política? Sí, pero son un problema no por su carácter, sino por el tipo de prácticas en las que se embarcan. Esas prácticas son siempre colectivas aunque se organicen alrededor de un nombre propio. Lo explicaré con un ejemplo. En las redes sociales contemplamos a menudo la movilización de individuos alrededor de un jefe o un ídolo. No es que este domine a aquellos, es que aquellos ceden su responsabilidad en este. Mas no por ello son pasivos: son extraordinariamente activos loando las cualidades de su referente –y de camino son pasivos en cultivar las propias. También son activos diciéndole a cualquiera que nunca estarán a la altura del reverenciado. Entre esos cualquiera, insisto, se encuentran ellos mismos. Son agentes tanto de su propio empequeñecimiento con del de quienes se interponen en la estela de su líder.
Necesitamos individuos que amen menos a sus referentes y se exijan más a sí mismos. Porque los que nunca se encuentran a la altura, los que viven en una burbuja imaginaria, en una mentira tejida por la entrega colectiva, no son quienes se oponen a nuestros jefes, no somos nosotros que nunca estaremos a su altura: son nuestros jefes.
¿Quién negaría el valor de los referentes en política? Desde luego, yo no. El problema es cuando el dirigente quiere ser un mando, pretende cargos y, cuando los alcanza, genera otros tantos entre sus próximos. Lo que quiero explicar se solucionaría fácilmente si quien se presume sobresaliente no aspirase a mandar, sino solo a mostrar sus excelencias. Como desea mandar, existe una atracción intensísima entre un jefe y la cultura cortesana. La adquisición de poder, por modesta que resulte, vuelve a la gente vanidosa y susceptible. Quienes les rodean, o hablan para complacerles, o mienten sobre lo que piensan o simplemente dejan de pertenecer a su círculo. Aunque existen rasgos de carácter con más o menos propensión a ello, no es una cuestión de personalidad. Gregorio Morán hablaba de Santiago Carrillo como de un individuo que, a partir de un momento, dejo de registrar realidad. Ni él la registraba ni tampoco quienes le rodeaban. He visto a personas valiosas y nobles enmarañarse en idéntico epiciclo: ascenso, tensión desproporcionada por su autoimagen, generación de una cultura de paranoia, pérdida de interlocutores veraces y, como culminación, fracaso y misantropía.
La cultura griega clásica comprendía mejor ese proceso. Lo comprendía mejor porque abandonaba un supuesto de la nuestra cultura: la de que encontraremos un modo de evitar que el poder se convierta en vanidad y la vanidad en una fábrica de delirios. Los dirigentes se justifican por su eficacia, por su capacidad para resolver en el momento lo que ninguna asamblea democrática puede gestionar. Pero una vez que dejan de registrar realidad empeoran y mucho hasta una asamblea compuestas por quienes somos mediocres.
Por supuesto esto de la mediocridad también debe leerse con su pizca de sal. Nadie es absolutamente mediocre o genial en todos los planos de la política, ni en todos los momentos en que la política nos necesita. Entre la vanidad del dirigente se encuentra la de creerse algo así como el Dios del filósofo Leibniz: un geómetra de todas las perspectivas posibles que sabe cómo recurrir a cada cual en el momento justo. Nadie puede hacer un balance contable de las cualidades de los demás, ni tampoco activarlas o inhibirlas cuando lo demanda la coyuntura. En la política necesitamos a los demás, pero no como materiales de oportunidad o de desecho. Y necesitamos a los demás, como nos necesitamos a nosotros mismos, porque solo existe una manera de enfrentarse al enigma de la política: el entrenamiento de los más en la complejidad del ejercicio de la responsabilidad pública. Y para eso necesitamos que se crean individuos, que se lo crean en serio y que acepten la responsabilidad que conlleva. En ese camino siempre encontrará quien les reproche por creerse más de lo que debe, por ser un narcisista. Pero nuestra única esperanza estriba en que muchas personas comunes salgan de la sombra. Pero no es fácil. En francés se utiliza el término ombrageux para referirse a la persona susceptible. El término tiene proximidad con ombreux, que es lo que da sombra. En política uno y otro significado se anudan: el dirigente susceptible tiene como correlato ensombrecer, mantener a los demás en la oscuridad, esconderlos. Solo así se cumple la profecía en la que se ampara: sin él, nada sería posible. Seguiremos el mes próximo.