Los ojos verdes de madame Edwarda

Un cuento de Perucho habla de esta dama. Quise buscar entonces el original de Georges Bataille. Era un breve cuento, apenas unas páginas, escrito en 1937 y publicado clandestinamente en 1941 con el seudónimo Pierre Angélique. (En 1956, después de reconocer su autoría, Bataille agregó en el prefacio que en el libro hablaba de sí mismo.)

El número 25 de ‘La sonrisa vertical’ anuncia en su solapa: «‘Madame Edwarda’ es la imagen misma de la mujer trasgresora, de esa mujer que, proviniendo de lo que concebimos como el Mal, pasa a ser Dios por su omnipotente poder de disponer de su vida, de su sexo y de su muerte. El hombre que la sigue, cautivado, presa de un miedo atávico, encuentra en ella la total realización del Deseo».

Porque, como dice Maurice Blanchot refiriéndose a esta obra, «el libro más incongruente puede ser el más hermoso, el escándalo puede estar ligado a la ternura». Esa es la idea. La idea de Dios. «Este es el sentido, la enormidad de este librito ‘insensato’: este relato pone en juego, en la plenitud de sus atributos, al mismo Dios: y este Dios, no obstante, es una mujer pública, en todos los aspectos igual a cualquier otra».

Madame Edwarda —«fuente de aguas vivas»— es más que una prostituta. Goza y hace gozar hasta límites extremos; inevitablemente aúna el placer hasta el éxtasis supremo y el dolor hasta la muerte. Describe Bataille en su prefacio que «el placer en el juego de los sexos alcanza su mayor intensidad y el dolor ciertamente la muerte apacigua, pero primero lleva al punto álgido»; y añade: «porque el ser ya no está en nosotros más que como exceso, cuando coinciden la plenitud del horror y la del gozo»; y aún más: «el placer es la misma cosa que el dolor, lo mismo que la muerte».

El filósofo, escritor y crítico francés, describe a la ‘madame’ cuando arribaba al burdel para gozar con ella («este rito burdo de ‘la que va para arriba’»): «los talones de Madame Edwarda sobre el piso enlosado, el contoneo de este largo cuerpo obsceno, el acre olor de mujer que goza, husmeado por mí, de este cuerpo blanco… Madame Edwarda iba delante de mí, como envuelta en nubes. La indiferencia tumultuosa de la sala a su dicha, a la mesurada gravedad de su andar, era una consagración regia y una fiesta florida: la muerte misma participaba en la fiesta, ya que la desnudez en el burdel invoca siempre la idea del cuchillo del carnicero».

Perucho especifica que Edwarda es ‘madame’ que regentaba casa con reflejos de oro, en la rue des Saints Pères, en el París de la Restauración, «siendo su fachada blanca y su puerta amplia y silenciosa, guardada por un pajecillo negro que alumbraba la calle con un farol».

Un refugiado español llamado Fabián Tuño, relata el juez catalán, fue amante de esta señora durante cuatro años consecutivos, lo que le desveló las más extremas «simas, profundas y misteriosas, de las voluptuosidades y lascivias infernales». A raíz de estas ‘abominaciones’, Tuño escribió un libro (aún inédito) al que tituló ‘Floresta varia de gracias y desgracias’, atribuyéndoselo a un tal Braulio de Sigüenza. Más adelante, continua Perucho, redacta la obra ‘De Sodomía Tractatus. In que expositor doctrina nova de Sodomia feminarium a Tribadismo distincta’, que «escribió en latín imitando a Ovidio». El fabulador barcelonés termina con las cuitas del «escritor desconocido», dejando constancia de la influencia que ejerció sobre él madame Edwarda y sus adorados ojos verdes.

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