Inconvenientes en la mesa
Comer es un mundo. «Comer bien es uno de los placeres de la vida», escribe León Tolstoi en ‘Ana Karenina’ (1875-1877). Comer es un arte. «La sabiduría culinaria pertenece a las ciencias exactas», apunta Italo Calvino en ‘Palomar’ (1983). Robert Carrier (mencionado por Perucho en el ensayo ‘Detrás del espejo’, publicado en 1990) apostilla que el arte de la cocina es, indudablemente, «una de las grandes conquistas de la civilización, cultivándose, como proceso de cultura, uno de los sentidos humanos: el gusto. Así como la pintura es una consecuencia de la vista y la música lo es del oído, la cocina deriva del gusto, y la gastronomía es el arte de educar el gusto»
Sin embargo la comida puede ser un martirio para quien observa comer. De todo hay en la viña del señor; desde el orden y la sutilezas a la hora de utilizar los cubiertos, colocar el mantel o conocer el lado correcto para servir el vino; pasando por las permisividades de coger ciertos alimentos con las manos, mojar pan en la salsa o inclinar el plato para apurar la sopa; hasta las verdaderas actitudes sancionables de comer con el cuchillo, sorber la sopa, hurgar la comida o picar en el plato del vecino o comer con la boca abierta, amen de eructar en la mesa (sálvense los mahometanos), lo que tendría que suponer un motivo legitimado de divorcio.
Ambrose Bierce lo deja claro, en ‘El diccionario del diablo’ (1911), donde describe al tenedor como el «instrumento usado principalmente para llevarse animales muertos a la boca. Antes se empleaba para ese fin el cuchillo, y muchas personas dignas siguen prefiriéndolo al tenedor, que no rechazan del todo, sino que usan para ayudar a cargar el cuchillo. Que estas personas no sufran una muerte atroz y fulminante, es una de las pruebas más notables de la misericordia de Dios con aquellos que lo odian».
Baltasar Gracián en ‘El arte de la prudencia’ (1647) comenta algo que podíamos concatenar con las maneras en la mesa: «No basta la sustancia también se necesita la circunstancia. Los malos modos todo lo corrompen, hasta la justicia y la razón. Los buenos todo lo remedian: doran el no, endulzan la verdad y hermosean la misma vejez». Fernando Savater decía —cito de memoria pues no recuerda ni las palabras exactas ni de dónde lo saqué— que mientras los animales corren, follan (sic) y comen, los humanos practican el atletismo, hacen el amor y disfrutan de la gastronomía.
Se cuenta que en Francia los cuchillos de mesa comenzaron a fabricarse con punta redonda porque el Cardenal Richelieu mandó redondearlos al ver al canciller Pierre Séguier usar el suyo para limpiarse los dientes con la punta. Aunque el uso del mondadientes o palillo higiénico, por muy sofisticado que se nos presente, no es mucho mejor. Se mire como se mire preferible es que sea de un solo uso. En ‘La mesa moderna’, una serie de cartas sobre el comedor y la cocina que, en 1888, intercambiaron el doctor Thebussem y un cocinero de su majestad Alfonso XIII, se cuenta que Francia «es la que hizo poner el palillero sobre la mesa, dando lugar a ese escarbadientes continuo en que los comensales incurren sin malicia, pero con repugnancia pública». Nuestro Siglo de Oro, o quizá antes, contemplaba que salir con un palillo en la boca era símbolo de cierta opulencia, pues indicaba sin lugar a dudas que se había comido carne (o simplemente que se había comido).
También es verdad que la primera norma que debe regir en un comensal es la naturalidad, como decía Noemi Nicoloso Mongai: «Se viste siempre a gusto de los otros, pero se come a gusto propio», cita que encabeza ‘Memorias de un cocinero de astronave’ escrito en 1997 por Massimo Mongai, autor de ciencia ficción italiano (Noemi debe ser un familiar, quizás su madre).
Sin embargo, si no queremos terminar comiendo solos u odiados por nuestra intolerancia o, por otra parte, no queremos parecer animales de alma concupiscente (aunque tenemos más participación de ellos de lo que pensamos), haríamos muy bien en observar algunas normas de educación, de usos en la mesa y de protocolo, incluso.