Violencia

Movilizarse es también una manera de seleccionar quiénes queremos que nos acompañen. Porque la movilización es un ritual desde el que definimos la imagen pública de un movimiento y aquellos a los que consideramos aptos para participar en él. Desde hace tiempo se es más consciente de que existen movilizaciones más o menos inclusivas. Una movilización, por tanto, exige tiempo, horario, energía y, llegado el caso, arrostra perjuicios para los que la protagonizan y para quienes la soportan.

Un movimiento democrático siempre encontrará interlocutores que pretendan desbordarlo. Esos interlocutores forman, lo quieran o no, lo que en términos militares se ha llamado una vanguardia. Presumen tener una visión más profunda de los objetivos del movimiento o de la manera de alcanzarlos. Existen vanguardias que son democráticas y respetan los tiempos ajenos, les conceden un saber, renuncian a imponer los propios. Otras pretenden imponerse por la vía de los hechos. Son los aristócratas de la política, los mejores, para los cuales la opinión colectiva solo sirve en un caso: si se pliega a los propios presupuestos. Los aristócratas siempre cuentan a su favor con la emoción que resulta de los rituales políticos. En estos, los cuerpos se cargan de electricidad simbólica y reaccionan conectándose con quienes parecen más arrojados.

Existen muchos tipos de aristócratas: los hay que pugnan por introducir su profecía en el mercado, aquellos que saben cómo se hace la política y se entregan hacer lo que ellos consideran realista digan lo que digan los demás. Por supuesto se encuentran los combatientes, para los cuales todo tiende a dividirse entre cobardes y consecuentes. Estos últimos son los valedores de recursos corporales, de combate. Todo movimiento necesita una ideología, una práctica prudente –táctica y estratégica– y una capacidad de combate. Esta última incluye formas específicas de presencia física y de desafío que van desde las concentraciones hasta el empleo de la violencia o la resistencia a la misma.

Participar en un movimiento incluye una promesa, una promesa que hacemos acerca de los costes que imponemos públicamente. Esos costes, prometemos, seremos capaces de defenderlos y de asumirlos. Los costes de los profetas –que pelean con otros en el mercado de profecías- y de los tácticos –que imponen los arcanos de la realpolitik– pueden ser altos, pero sobre todo lo son los costes del combate. Costes, en primer lugar, para quienes se oponen al movimiento. La pregunta a plantearse es: ¿qué tipo de vinculación quiero establecer con quien se me resiste? ¿Qué deseo demostrarle con lo que hago? Todo lo cual es una manera de anunciarle qué futuro le aguarda si venzo. Esta cuestión es de la mayor importancia.

Costes, en segundo lugar, para quienes se exponen en el combate. La pregunta es: ¿cómo cuidaré esas vidas si, gane o pierda, sufren un daño? ¿A qué fragilidades, a qué daños entrego la propia existencia, o jaleo a otros para que entreguen la suya? La ausencia de un análisis serio de qué pasó con quienes fueron a la cárcel, o sufrieron persecución, en el movimiento de insumisión de los ochenta y noventa –por poner un ejemplo– quizá es síntoma de algo, que ese análisis confirmaría. ¿Síntoma de qué? De qué fácil es ensalzar los riesgos sin hacerse cargo seriamente de los mismos.

En política es muy sencillo creerse en vanguardia y acabar siendo un incompetente, un ciego: creerse un verdadero, un coherente, un aristócrata avispado y terminar siendo un pequeño oligarca irresponsable, alguien ávido de atraer la electricidad del ritual de movilización pero sin saber muy bien para qué. Nunca se ve mejor esta transformación que cuando se trata de comprometerse lucidamente con los costes del proceso de movilización: cuando olvida qué imagen da de su causa a aquellos a los que trata de convencer, cuando celebra esos costes en cuerpos ajenos, cuando lo hace sin pensar en cómo se hará cargo de los daños que sufrirán. Cuando ni tan siquiera, y es el colmo, se plantea qué se hace con uno mismo cuando se actúa de un cierto modo. Y es que lo personal y lo colectivo no se encuentran alejados. Como enseñó alguien, cada elección sobre mí mismo conlleva la elección de un mundo entero: el que me contendrá con esa elección, el que me soportará con lo que hago.

 

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