Sobre la existencia de Dios (2)
Cada cual, mientras piense, tiene una idea del más allá, de un posible dios (dioses) o demiurgo que reordena las cosas. Puede simplemente que no crea en nada (ateo) o crea que no cree (agnóstico). El cantor argentino del pasado siglo Jorge Ledesma, en el primer ítem de su ‘Tercera comunicación’ explicaba: «Pondré en claro que Dios no puede existir. Si existe, eso ya no es cosa nuestra». Wenceslao Fernández Flores le da la vuelta en ‘El secreto de Barba-Azul’ (1923) en el que dice: «Dios no sabe que existimos». Henry Miller sostenía sin embargo que «Si Dios no es amor, no vale la pena que exista».
Todo esto tiene que ver con la Fe, con lo que no vemos pero intuimos. Pascal decía que: «Toda religión que no afirme que Dios está oculto, no es verdadera». En el siglo IX, Erígena escribía que: «Dios no sabe quién es ni qué es, porque no es un qué ni es un quién»; y en el año 58 después de Cristo, Séneca en ‘De Vita Beata’, escribía que: «Obedecer a Dios es libertad». Jorge Luis Borges, en ‘Atlas’ (1984), recordaba por su parte que « George Berkeley, juzgó que Dios está minuciosamente soñándonos y que si despertara de su sueño desaparecerían el cielo y la tierra».
En cambio Nietzsche afirmaba: «Alcanza el hombre un grado muy elevado de cultura cuando llega a sobreponerse a las ideas religiosas»; Marcel Schwob, en ‘El libro de Monelle’ (1894), traducía ‘Que toute création périsse, sitôt créée’ como: «Que todo dios perezca, tan pronto como sea creado»; y Álvaro Cunqueiro, en el poema ‘Dios, yo, la Tierra’, de su libro ‘Elegías y canciones’ (1940) poetizaba: «Yo no estaba presente cuando Dios dijo: “Redondo peñascal, te llamarás la Tierra girarás alrededor del Sol llevando el nardo luminoso de la luna a tu cintura”. Yo no estuve presente y por eso ignoró si la voz de hablarle a la Tierra es la voz del viento, el rumor del mar, el canto de la alondra o simplemente el enorme silencio de las estrellas».
Hay quien cree (como en la edad de Bronce de la mitología griega) que Dios está a nuestra altura, que se le puede mirar a los ojos como a cualquier otro ser humano, que está igualmente sujeto a las pasiones. «Los problemas que atormentan a los hombres son los mismos problemas que atormentan a los hombres», dirá un temprano Pessoa en ‘La hora del diablo’. Thomas Hardy incluso pone en boca de la protagonista de ‘Una mujer soñadora’ (1912) que «Dios es un Dios celoso».
No recuerdo quien dijo que Dios es un relojero que ha muerto, como muerto está el Dios de Nietzsche. Flaubert en cambio, haciéndose eco de Voltaire en su ‘Diccionario de lugares comunes’ (1911), afirma que: «Si Dios no existiera habría que inventarlo». Heinrich Heine (1797-1856) es más pragmático y ante sus posibles desvaríos exclama: «Dios me perdonará: es su oficio»