Toma tomada
Una vez más, y van muchas, Granada debutó en el año como paladín del ridículo nacional. Todos los días 3 de enero nuestra ciudad abre los informativos y la prensa como espíritu nacional hecho carne, con una celebración cainita y absurda, anticuada y fastidiosa que solo contenta a tradicionalistas, a ultras y legionaristas, que enfebrece a ofendidos, que anima a malentender la historia. La ciudad debería reflexionar, seriamente, si esta es la fiesta por la que quiere ser conocida cada primero de año; si, ahora que el voto de derecha se radicaliza, merece la pena que el resto de partidos políticos pongan alfombra roja, maceros, pendones y bandas con himnos a un partido que mira hacia atrás.
Ya no se trata de defender una postura de interpretación histórica, de acometer con ciencia a los trasnochados conceptos de ‘reconquista’, ‘unidad nacional’ y otros ‘fakes’ con quinientos años de proselitismo: se trata de limpiarnos la cara cada 2 de enero y quitarnos esa caspa de encima. Está demostrado que ni siquiera los doctores en Historia podrán desalquitranar el Día de la Toma, que cualquier intentona de entendimiento, de renovación, de actualización, ha caído en el saco roto de la esperanza patria. Huele a rancio, a bandera apolillada. Ya no se trata de que hagamos observación constitucional, de que evitemos la intervención eclesial para poder respetar la religión en sí, merecidamente. Ya no se trata de que nos sirva de algo lo aprendido en la escuela: pocos, cada vez menos, son los que tuvieron que soportar aquella lección de Historia esquilmada, aquella lección de propaganda que la restauración democrática terminó por excluir de los libros de texto. No se trata de oponer el día de Mariana Pineda al de la Toma, camino que no conduce a ningún lugar: podría alentarse la Romería de San Cecilio, con esa hermosa historia de libros plúmbeos, inventados para quedarse en una tierra amada; podría ser el Día de la Cruz; podría ser cualquier otro día que concilie, cualquier otro día que mejore la imagen de la ciudad.
Dicen que hubo 500 personas en la plaza, que solo unos 2000 presenciaron la comitiva. Nunca tan pequeña inversión ha tenido tanto rendimiento. Nunca tan pequeña presencia, tan poca resonancia en la ciudad, tiene tanto efecto nacional. Incluso los pequeños partidos, casi triviales, se apuntan al carro. Incluso los partidos inflados, aquellos que hace un año eran de absoluta irrelevancia (y dada su consistencia ideológica es posible que allí retornen) protagonizan in pectore la fiesta. Una fiesta de la que solo se benefician los pequeños de mente. La Toma ha sido tomada, indudablemente.
Los pasos están claros, ya no solo se trata de pensar a lo grande (¿es una ciudad cultural aquella que aparece en prensa por mal airear ventarrones pasados, por malversar su propia Historia, por promover el pensamiento de la exclusión?), sino que se trata de no menearlo. De no asistir, de no participar, de eliminar de una vez por todas el día festivo local (que tampoco es que venga muy bien al calendario) y ahondar en otras tradiciones donde reconocernos todos los granadinos. Se trata de reducir la Toma a un acto inane, escasamente institucionalizado, descuidado, un día sin mayor trascendencia que el 16 de julio, día de la batalla de las Navas de Tolosa, que el 22 de julio, batalla de Arapiles, o el 11 de febrero, proclamación de la Primera República, días que no salen en la tele.