Condenas

Se cuenta del humorista Muñoz Seca que, acusado de albergar y difundir ideas «monárquicas y católicas» iniciada la Guerra Civil Española, fue condenado a muerte. Al pelotón de fusilamiento le dirigió más o menos estas palabras: «Podéis quitarme la hacienda, las tierras y la riqueza, incluso podéis arrebatarme —como vais a hacer— la vida, pero hay una cosa que no me podéis quitar… y es el miedo que tengo». Dicen que los soldados que lo habían de fusilar le pidieron perdón y él los consoló diciendo que estaban perdonados, que no se molestaran, «aunque me temo que ustedes no tienen intención de incluirme en su círculo de amistades», añadió.

También de popular cuño el refrán de origen incierto: «Dentro de cien años, todos calvos». La historia más estandarizada se remonta al 11 de abril de 1888, en el ajusticiamiento en Madrid de los autores del crimen conocido como del Barrio de la Guindalera. Uno de los reos, dirigiéndose al público, pronunció dicha sentencia advirtiéndoles a todos los presentes que tarde o temprano acabarían por acompañarlos bajo tierra.

Otros investigadores y curiosos le adjudican variados manantiales. Covarrubias, en ‘Tesoro de la lengua castellana o española’, atribuye la frase a Jerjes, rey de los persas (siglo IV a.C.). La pronunció al contemplar su imponente ejército dispuesto a invadir Grecia, sin sospechar lo más mínimo el resultado opuesto a dichos pronósticos. Con este dicho, continúa el erudito, el rey quiso aludir a que, después de su presencia, ya no quedaría nada.

Lamentablemente no puedo especificar el caso de ese reo bragado que, camino del paredón, a un caro amigo que fue a acompañarlo durante sus últimos pasos en este mundo, quizás por los impedimentos para caminar después de la tortura, vino a decirle que lo le echara una manta sobre los hombros porque hacía fresco esa mañana; «Vaya a ser que adviertan el temblor y crean que es de miedo».

Muchos pensarán de esta forma que, cuando el fin es la horca, la hoguera o el paredón, no queda más remedio que salvaguardar el honor sin arrepentimiento ni flaqueza. De esta guisa, José Saramago, en ‘El año de la muerte de Ricardo Reis’ (1984), apunta: «El arrepentimiento es la cosa más inútil de este mundo, en general quién se dice arrepentido lo único que quiere es conquistar perdón y olvido, en el fondo, cada uno de nosotros continúa satisfecho de sus culpas».

En ‘Guzmán de Alfarache’ de Mateo Alemán (1599-1604) se cuenta: «Un juez de aquella ciudad tenía preso, por especial comisión del Supremo Consejo, a un delincuente, famoso falsario, que con firmas contrahechas a las de Su Majestad y recaudos falsos, había cobrado muchos dineros en diversas partes y tiempos. Fue condenado a muerte de horca, no obstante que alegaba el reo ser de evangelio [religioso] y declinaba jurisdición. Mas el resuelto juez, creyendo que también los títulos eran falsos, apretaba con él, y de hecho mandó que ejecutasen su sentencia. El Ordinario eclesiástico hacía lo que podía de su parte, agravando censuras, hasta poner cessatio divinis [prohibición de los oficios religiosos]; mas, como no fuese alguna parte toda su diligencia para impedir las del juez a que no lo ahorcasen, ya, cuando lo tenían subido en lo alto de la escalera, la soga bien atada para quererlo arronjar, se puso a el pie della un cierto notario que solicitaba su negocio, y, poniéndose la mano en el pecho, le dijo: “Señor N, ya vuestra merced ha visto que las diligencias hechas han sido todas las posibles, y que ninguna de las esenciales ha dejádose de hacer para su remedio. Ya esto no lo lleva, porque de hecho quiere proceder el juez, y como quien soy le juro que le hace notorio agravio y sinjusticia; mas, pues no puede ser menos, preste vuestra merced paciencia, déjese ahorcar y fíese de mí, que acá quedo yo”».

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