Memento
En mi casa hemos colocado una bandera de España, que nos representa a todos cuantos ostentamos tan preciosa nacionalidad. El símbolo supremo de nuestra Patria, de España, la única Patria. Una bandera con crespón negro para memoria de los miles de españoles que han muerto a causa de esta terrible epidemia. Es el símbolo que de un modo u otro debe estar ahora presente en todos los lugares visibles de nuestra Patria.
La Patria es lo que nos une. La Patria es lo que nos acoge. La Patria somos todos y cada uno de nosotros. En ella nos encontramos, sin excepción, aunque algunos pretendan no creerlo y destruirla. La Patria es el padre al que nos volvemos buscando su protección cuando estamos desvalidos. La Patria es la madre a la que miramos cuando la necesitamos. La Patria es el padre y la madre que en silencio soportan los malos modos de algunos de sus hijos acogiéndolos a todos por igual, también sin excepción, y que acaso protege más a aquellos que más la dañan, en los que reconoce su debilidad. Es cosa propia de padres. La Patria es nuestro orgullo sea cual sea nuestra condición y nuestra ideología. La Patria nos hace acreedores de nosotros mismos, porque la Patria somos nosotros mismos, como un solo cuerpo, como un equipo único que juega un partido frente a sí mismo. Una Patria como la nuestra, como España, es el padre y la madre a la vez, de la que tenemos que sentirnos orgullosos. Es el padre y la madre a la que tenemos que amar y honrar. El padre y la madre de los que debemos ser dignos hijos. La Patria es nuestro apoyo y nuestro consuelo. Un fruto permanentemente renovado que ha madurado a lo largo de siglos y siglos. Un padre añoso y sabio y una madre comprensiva y dadivosa.
Todo eso y mucho más es nuestra Patria: España. Con sus muchas glorias y con sus defectos, menos de los que algunos pretenden señalar para herirla. Un país diverso, singular, único, como ya señalaran los romanos, que acoge una nación encomiable que tanto ha dado a la historia universal. Fuimos siempre, somos y seguiremos siendo un gran país, una gran nación y un gran Estado. El espacio común donde todos nos encontramos, donde todos cabemos y nadie sobra, donde todos nos reconocemos. La Patria no pertenece a ninguna ideología. No es monopolio de nadie. Es la Patria un padre y una madre al mismo tiempo, que no pertenece exclusivamente a alguno de nosotros, de sus hijos, porque es de todos a la vez y de cada uno de nosotros. Los que estamos y los que ya se marcharon y que la hicieron grande desde el pequeño o gran lugar que ocuparon. Si merecemos ser reconocidos en lo que somos, más en lo que fuimos y en lo que acreedores de nuestro pasado, deberíamos ser. No podemos olvidar a los nuestros. No podemos dejar atrás a nadie. No podemos abandonar el recuerdo de nuestros compatriotas, ni dejarlos fuera de nuestra memoria. Este virus no puede hacer que deshonremos a nuestros muertos.
Por eso no puedo comprender la actitud de quienes debiendo ser los primeros en honrar a las víctimas de esta cruenta epidemia, se esconden en su incompetencia, haciendo gala de una intolerable prepotencia y soberbia, para no rememorarlos. Ha habido dos momentos que marcan el camino del honor: el acto de cierre del depósito del Palacio de Hielo de Madrid, donde la Ministro de Defensa ha mostrado con unas sentidas palabras el respeto por los fallecidos, un talante que no expresan ni tienen el resto de los miembros de su Gobierno. Y el minuto de silencio que inesperadamente para los que usan vistosa corbata de normalidad, o ni siquiera eso, ha forzado el líder de la oposición en la sesión de control del Congreso de los Diputados. La reacción del presidente y de sus aciagos pretorianos no ha sido la adecuada. No están en esto de reconocer lo deficiente de su gestión, porque están en clave de permanencia a toda costa, y están haciendo política; repugnante y despreciable política en una situación que solo es consecuencia de la política más negligente y más eventual que se haya conocido. En la vida no todo vale. En la política tampoco. No se puede hacer política con la inhumanidad de no aceptar la tozuda realidad que imponen las decenas de miles de muertos.
En mi entorno llevamos varios días sin aplaudir. Lo hemos dejado de hacer, no porque nuestros sanitarios y nuestros trabajadores de servicios esenciales, todos compatriotas, que están en primera línea de esta guerra contra un terrible enemigo biológico, sufriendo además los avatares de una gestión trágicamente errónea, no se lo merezcan, no, sino porque pensamos que no tenemos nada que celebrar y porque no queremos contribuir a esconder lo que está pasando tras el sonido de aplausos, fiestas improvisadas, canciones de resistencia, series televisivas que cuentan las gracias y bonanzas de la desgracia, mientras la gente, nuestra gente, sigue muriendo sin fin, sin que nadie pueda llorarlos en su último momento. Nuestros compatriotas han muerto enfermos y solos. Han muerto olvidados por los dirigentes de España, acallados en sus últimos suspiros por muchos de nuestros actuales padres de la Patria.
¿Qué tenemos que celebrar? ¿Qué tenemos que encubrir prestándonos a festejar diariamente las victorias del enemigo, desviando la atención, irreflexivamente, sobre el proceder de nuestros generales? ¿Aplaudimos, cantamos y bailamos porque somos un pueblo sonriente o porque somos una nación alienada por medios de comunicación podridos al servicio solo de quien más les pague? La única respuesta es: nada. No a todo. Tal vez deberíamos saber que nuestros aplausos, nuestras gracias, nuestra satisfacción incomprensible ante el dolor y nuestro agradecimiento a los héroes de la pandemia, son utilizados por aquellos que nos han vulnerado nuestros derechos civiles y que se olvidan interesadamente de nuestros muertos para salvarse ellos.
No. Nosotros ya no aplaudimos, ni volveremos a hacerlo hasta que esto termine y demos un último aplauso final a nuestros caídos. Porque si esto es una guerra, hay que honrar a ellos primero. ¿Qué guerra es esta en la que se silencia a los muertos y en la que se nos conmina a olvidar a las víctimas, a nuestros compatriotas, que se marcharon dolorosamente solos, ignorados, queriendo ahora condenarlos al sin sabor de la desmemoria? Casi todo es posible pensar ya de quienes en este momento nos dirigen, que tantas veces han aceptado la mofa de los que no hace tanto dieron su vida por la Patria; víctimas de asesinos con los que ahora son complacientes y llaman hombres de paz solo porque les interesa para repartirse el festín de la Patria.
Memento: es lo único que como sociedad nos puede honrar. Y qué mejor modo de hacerlo que con nuestra bandera tintada de negro, en testimonio del dolor colectivo.
Memento: son millones de banderas de España con crespones de dolor, símbolo de lamento, donde todos los hijos de la Patria se encuentran; pero donde todos los hijos ya no están.
Memento: porque estas víctimas contribuyeron en los momentos más difíciles de la historia de nuestra Patria a hacer a un más grande nuestra Patria.
Y Memento, porque la Patria exige no olvidar