Lo que el Covid se llevó

La «simpleza» de lo políticamente «correcto» impuesta en nuestra sociedad está llegando a tales extremos, que está a punto de convertirnos en unos auténticos cretinos esféricos. Es decir, cretinos se mire por donde se mire, que actúan sin criterio propio, siempre orientando nuestros pasos en la dirección de esa corrección política, vayamos a que alguien nos pueda señalar con el dedo, por tener la más elemental personalidad que nos haga pensar y actuar, con la autonomía exigible a alguien dotado de libre albedrío.

El COVID nos ha familiarizado con un término que personalmente me resulta odioso, el de la «inmunidad de rebaño» y aunque sin que tenga que ver con su significado vírico, la pandemia parece haber impuesto una cierta inmunidad de rebaño en el terreno del pensamiento, por la cual unos y otros se alinean con las dos líneas discursivas dominantes, sin buscar ni mantener criterios propios, en esta jungla en que se ha convertido el día a día de nuestro país desde hace tres meses.

El individuo que actúa según su libre albedrío es responsable de sus acciones, tanto si cuentan como aciertos o como errores. Y ahí es donde aparece esa figura del rebaño, en el que nos difuminamos para evitar tomar esas decisiones por miedo a incurrir en tan temido error.

En tiempos del COVID estamos actuando de forma más gregaria que nunca. Somos cada día más parte de un rebaño, dispuestos a no pensar, pero sí a seguir ciegamente el argumentario del día, aunque ello nos conduzca directamente al precipicio de la crispación, la toxicidad y la intolerancia. Preferimos despeñarnos con los demás, a arriesgarnos a ser la oveja negra que piense por sí misma.

Esa capacidad de distinguirnos del rebaño, ha sido una de las primeras víctimas del COVID, que además de vidas y haciendas, nos está arrebatando otras muchas cosas ante la mirada indiferente y ovina, de quienes han decidido abdicar de su singularidad como seres humanos.

Además de todo lo anterior la pandemia nos ha quitado algo tan importante y profundamente arraigado en nuestra forma de vida, como es el respeto a nuestros mayores, que han muerto por miles en un estado de abandono médico y soledad, indigno para quienes han hecho de este país lo que es hoy en día.

Casi dos de cada tres víctimas del COVID han sido mayores alojados en residencias, donde se supone estarían más protegidos y mejor cuidados que en sus domicilios familiares. Craso error. La masacre de padres y abuelos nos demuestra que esas residencias se han convertido en un puro negocio, en el que importa bastante menos el cuidado de nuestros mayores que las cuentas de resultados de las empresas que las gestionan.

Con independencia de quien acabe por sentarse en el banquillo de los acusados por la criminal gestión de esas residencias, todos deberíamos sentirnos un poco culpables del papel que en esta tragedia hemos asignado, a quienes más deberíamos haber protegido. No me negarán que, quien más, quien menos, respiró aliviado, allá por comienzos de febrero, cuando nos dijeron que este virus apenas afectaría a la población general, y que serían los mayores quienes lo sufrirían con mayor virulencia. No me negarán que con las primeras listas de bajas, la pregunta recurrente era siempre la de la edad de la víctimas. Como si alguien con 70 u 80 años tuviera menos derecho a vivir y a ser curado, que quien tenga 30 ó 40 … Lamentablemente ya hemos visto que luego algunos políticos decidieron que sí, arrogándose la facultad de decidir sobre quien vivía y quien moría.

El COVID también se ha llevado por delante el respeto a la verdad, tanto en el periodismo, como en la independencia judicial. En el primero porque, salvo honrosas excepciones, se ha convertido en uno de los principales pirómanos de nuestra realidad, prostituyendo los hechos hasta la naúsea, con tal de que sirvan a los intereses que persiguen. En la segunda porque parece absolutamente increíble, que una profesional de la justicia pueda ser tan parcial, como está demostrando su señoría Rodríguez-Medel.

La pandemia también ha dado un golpe de muerte a la credibilidad y el rigor, de una institución tan bien considerada hasta ahora como la Guardia Civil. Su «informe» sobre el 8M -por llamarlo de alguna manera- se estudiará en la Academia, como ejemplo de lo que jamás debería hacer un cuerpo de seguridad del Estado, si quiere seguir siendo respetado por la sociedad a la que dice servir.

El COVID deja muy tocadas a dos instituciones como la Monarquía y la Iglesia, cuyo papel en la tragedia ha sido sencillamente bochornoso y cuya escandalosa ausencia en la angustia de este país, ha acabado por demostrar a muchos que tanto la una, como la otra, son perfectamente prescindibles.

Y como no, esta crisis ha vuelto a demostrar, por enésima vez, que decir la verdad -a la ciudadanía y a la oposición- y decirla en su momento, es el mejor antídoto contra la intoxicación interesada. Alguien en Moncloa, «maestro» de la táctica del corto plazo y supuesto gurú de la comunicación política, no ha acabado de entenderlo.

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