Hacia la república, pero con cautela

Ja la campana sona,/ lo canó ja retrona/…Anem, anem, republicans, anem!! /A la victoria anem!!! …/Fugiu tirans, lo poble vol se rey./ Ja la campana sona.(Canción ‘La Campana,’ 1842).

Las últimas andanzas, tan rocambolescas, del todavía rey emérito han sacado a la luz algunas de las paradojas que han envuelto al poder en occidente, al menos desde los indoeuropeos. En primer lugar, las tres dimensiones y funciones del poder: la función religiosa y mágica, la función del monopolio de la violencia legítima y la función de fomentar la riqueza y la prosperidad de los súbditos. La función religiosa y mágica del poder se muestra a través de la idea del rey taumaturgo, capaz de curar por la simple imposición de las manos, como se pudo ver en Francia e Inglaterra hasta el siglo XVII. Una versión diluida del carácter excepcional del monarca respecto al resto de los mortales se pudo comprobar en las discusiones en torno a la boda del entonces príncipe heredero con una plebeya, cosa que le costó el trono a su pariente inglés, el Duque de Windsor, Eduardo VIII de Inglaterra ,que tuvo que abdicar en 1936 por el mismo motivo. La segunda función referida al monopolio de la violencia es la única que retiene la noción ultraliberal y minimalista del poder. Por último, el rey como Cosmocrator, como gobernante del cosmos, tiene que asegurar la riqueza, la salud y el bienestar de sus súbditos y si no lo hacía, en algunas monarquías africanas, por ejemplo, pagaba con su vida por las hambres, epidemias y demás catástrofes que era incapaz de controlar.

El carácter sagrado de la realeza se reafirma en la Edad Media con la distinción entre el cuerpo físico y el cuerpo espiritual del rey ya que en esta época surge la monarquía como una entidad supratemporal, eterna, que trasciende la figura de los reyes concretos. El Cuerpo natural y el Cuerpo político del monarca están consolidados en uno solo, de manera que el Cuerpo político anula cualquier imperfección del otro cuerpo. El Cuerpo político confiere al Cuerpo natural una naturaleza distinta al que tenía por si mismo.

Esa distinción resuena en la actualidad cuando se intenta distinguir entre la actuación del emérito como persona física, individual, que sería, en parte al menos, juzgable y condenable y la figura pública que seria intangible. Los defensores de la monarquía pretenden salvaguardar la persona física susceptible de cometer delitos a partir de la persona pública, intangible. Por el contrario, los críticos de la monarquía pretenden aprovechar los posibles delitos de la persona física, privada, para desprestigiar a la figura pública, y, por ende , a la monarquía como institución.

Consideramos que ese no es el camino, ya que ya la iglesia católica defendió desde el principio que los efectos salvíficos de la actuación ministerial de los sacerdotes eran independientes de su posible ignominia moral. Los defectos de la persona no anulan los efectos de la institución. Por ello no es base suficiente para atacar a la monarquía airear los delitos de los monarcas, la crítica tiene que ser más sustancial, ir al fondo de la cuestión, insistiendo precisamente en que el proceso de secularización del poder que ha acompañado a la modernidad queda interrumpido y congelado al mantener la figura de la monarquía que siempre tiene cierto halo divino, sobrenatural. Por otra parte , la monarquía hereditaria añade otra irracionalidad al hacer depender la calidad del gobernante del azar de su nacimiento y dificultar su posible sustitución, al no estar sometido a ningún procedimiento evaluativo periódico, como son las elecciones. Son esos criterios, ontológicos, esenciales, los que hay que esgrimir contra la monarquía y no la corrupción de los reyes o sus gastos excesivos, defectos que pueden compartir con un presidente de la república. Otro argumento puede basarse en la ilegitimidad de su origen, ya que la monarquía actual inicialmente es una monarquía no restaurada sino instaurada por el dictador que, no olvidemos, se titulaba “Caudillo de España por la gracia de Dios”, para reafirmar el carácter sagrado de su poder, conseguido gracias a una guerra civil bautizada como cruzada, aunque la base del ejercito rebelde fuera el africanista y estuviera formado por musulmanes, y como nacional, a pesar del apoyo de la Alemania nazi y la Italia fascista. Esta ilegitimidad de origen se palió , al menos en parte, con la abdicación de Don Juan que cedió los derechos dinásticos a su hijo, y sobre todo por la Constitución de 1978, refrendada por la mayoría de los españoles. Constitución que, como nos ha recordado recientemente Javier Pérez Royo, se erige en continuidad con la Ley de Reforma política y la ley electoral que blindan la monarquía haciéndola intangible, el sistema bicameral y un sistema electoral muy poco proporcional que dificulta la victoria de las opciones alternativas.

Ya hemos analizado en otra parte las esenciales continuidades entre el franquismo y el régimen del 78, continuidad que permitió la aceptación por parte de los poderes fácticos de una democracia con las limitaciones aludidas. Si en aquellos años convulsos no hubo otra posibilidad que aceptar el trágala del neofranquismo, los nietos de los protagonistas de la transición , libres ya de los temores muy reales que atenazaron a sus abuelos, comienzan a exigir que se planteen de nuevo y ya sin cortapisas, los temas esenciales que la transición eludió: la cuestión de la monarquía, la ley electoral, la estructura territorial, la relación con la iglesia católica, etc. Lo trágico es que esas reformas constitucionales que serían esenciales actualmente son de casi imposible abordaje , dada la estructura política actual del país, con una derecha ultramontana, en muchos casos neofranquista confesa, que sigue teniendo sensación de vencedora, no solo en la guerra civil sino también en el proceso de la transición, y que no está dispuesta a hacer concesiones, al considerar que la estructura actual es la que mejor protege sus privilegios . En el bando contrario se da una gran diversidad de posiciones. Por una parte, los republicanos no se ponen de acuerdo en el tipo de república que querrían, si unitaria, federal o confederal, y con qué instituciones, si presidencialista o parlamentaria, por ejemplo. Por otra parte, los nacionalistas, tanto catalanes como vascos, parecen más interesados unos en instaurar una república catalana independiente y los otros en mantener los fueros que en luchar juntos con el resto del Estado hacia una república para todos.

No se puede olvidar que el régimen republicano no solo atañe a la elegibilidad el jefe del estado, sino que exige también, un ejército nacional-popular, no mercenario, formado por ciudadanos y ciertas medidas igualitarias entre dichos ciudadanos que en Roma suponía un mínimo de tierras para cada uno, que en la Italia renacentista suponía el desarrollo de leyes suntuarias contra el despilfarro y la ostentación y que en nuestros días se podría concretar mediante un ingreso básico de ciudadanía universal e incondicional para todos los ciudadanos y residentes legales.
Las dificultades para desarrollar un modelo republicano como el aquí propuesto son inmensas y no sólo por las divergencias políticas sobre su implantación y características concretas sino también porque un sistema republicano exige un tipo de ciudadano activo, participativo, con una idea clara de bien común, con unas virtudes cívicas compartidas y con un sentido de justicia pública igual para todos compatible con las diversas formas de vida privadas vigentes en nuestras sociedades complejas y plurales.

Si recordamos las dos experiencias republicanas que hemos tenido hay que tener en cuenta que ambas se debieron más a la implosión y quiebra del sistema monárquico que a la solidez de la propuesta alternativa republicana, hasta el punto de que se ha podido decir que las repúblicas en España las trajeron los monárquicos y las perdieron los republicanos. Esto supone que las repúblicas españolas subieron al poder en momentos de crisis institucional y que recibieron unas instituciones nada favorables al nuevo sistema, pero también que sus divisiones internas favorecieron la victoria de la reacción, monárquica tras la primera y dictatorial tras la segunda. Por último, no se puede olvidar que las derechas se adaptaron a la república por oportunismo y que incluso gobernaron una parte considerable del tiempo en que ambas repúblicas estuvieron vigentes.

Por ello el camino hacia la república es arduo y no se acorta tirando estatuas, cambiando el nombre de las calles o retirando medallas, sino que exige un esfuerzo de precisión teórica y jurídica para elaborar un modelo de república concreto capaz de obtener un cierto consenso entre las fuerzas políticas y sobre todo en el sentir de los ciudadanos. Un proyecto republicano no puede basarse en una mayoría mínima coyuntural de una parte que impone a las demás su proyecto sino en una mayoría transversal que dé su apoyo razonado y racional y no meramente emotivo a unas instituciones nuevas más modernas, más laicas y más acordes con los nuevos tiempos que la monarquía de origen franquista que se impuso en el 78.
En conclusión, como decía la canción: ¡¡adelante republicanos, adelante, vamos a la victoria!!, pero para ello la campana tiene que sonar y por ahora no está ni diseñada, ni fundida y mucho menos con badajo que la permita repicar.

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