Lectura selectiva

Haré una afirmación sin demasiado miedo a equivocarme, aunque nunca está de más entrecomillarla: «España es uno de los países en que más libros se publican, pero probablemente se encuentra entre los que menos se lee». Me temo incluso que la estadística sea optimista en precavida comparación con la realidad (ya refería La Bruyère: «ese gusto vulgar por la comparación»). Una gran parte de los que leen, sólo ojean —u hojean— los periódicos. Los que compran libros, a veces los dejan descansar eternos en los anaqueles, sin siquiera mirarles el lomo (incluso los adquieren de determinado color, número o tamaño que vayan a juego con la decoración). Quien lee, los que de verdad leen, pueden acabarse un libro o varios durante el verano. Otros, bastantes, leen por obligación (trabajo, facultad, escuela…). Pero, qué os voy a contar a los que acaso leéis este articulillo, que puede que entréis en el grupo de los que leéis habitualmente. Algunos, por suerte, más de los que se podrían derivar de una opinión pesimista como ésta, devoran libros. Quizá tú. Quizá yo. ¿Nosotros? ¿Ellos? ¿Alguno de nuestros antípodas?

Pues para nosotros hablo. Leemos por temporadas. Hay épocas en que consumimos (perdón por la palabra) más lectura que en otras. Influye la edad, la disposición de tiempo, el grado de interés de otras actividades, la desgana (que es parte inseparable de la gana, como el desamor se convierte en una extensión del amor). Y cuando leemos, hasta qué punto acertamos con la lectura adecuada. Leemos lo que nos viene a las manos. Leemos lo último que encontramos, el último interés popular o el último ‘best seller’. Leemos por impulsos.

Los libros son caros, dijo Saramago en el pregón de una feria del libro en Granada, de no recuerdo qué año de finales de los noventa. Pero no siempre es necesario comprarlos; están los préstamos, los regalos de los amigos o las bibliotecas donde podemos encontrar libros de todo tipo sin necesidad de invertir en ellos.

Hay lectores de oficio, con un objetivo concreto, con un fin determinado. Hay quien lee para aprender, para descubrir, para entretenerse, para evadirse, para viajar, para ser otro, para decir simplemente que se han leído tal o cual obra. Hay quien no les exige mucho a los libros. Hay quien los mira con lupa y los clasifica. Günter Grass, en ‘El tambor de hojalata’ (1959) proclamaba: «Pero también los libros malos son libros y, por lo tanto, sagrados», siguiendo el crudo pensamiento de Henry Miller (escritor estadounidense quizá más filósofo urbano que erotómano), que escribía en ‘Trópico de Cáncer’ (1934): «Le eché un polvo rápido y después le volví la espalda. Sí, señor; cogí un libro y me puse a leer. De un libro puedes sacar algo, hasta de un libro malo… pero un coño, es pura y simplemente una pérdida de tiempo» (perdón por la cita).

La cuestión muchas veces no es que busquemos los libros sino que los libros nos buscan a nosotros. ¡Dime lo que lees y te diré quién eres!

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