Cuando el diablo tira la toalla
A lo largo de los siglos se ha concebido el mundo como un «valle de lágrimas» (me acojo a la conciencia judeocristiana, pero bien podía referirme a cualquier creencia, ciega en esencia o con los ojos vendados, como la justicia o la mula del arriero). Desde que nacemos, caminamos irremediablemente hacia la muerte, sorteando mil y una adversidades —el trascurso de la vida sin ir más lejos—, que convierten nuestra estadía en la tierra como un infierno pasajero, si no, el verdaderamente eterno. (Decía Borges que las bestias son inmortales pues no son conscientes de que van a morir; los niños gozan de una inmortalidad parecida.)
Que el hombre es un lobo para el hombre (Hobbes), ya lo sabemos; que el infierno, son los demás (Sartre), ya nos lo contaron; que los verdaderos demonios están en este mundo, lo comprobamos fehacientemente cada vez que abrimos un periódico o atendemos a las noticias o sufrimos en propias carnes el pecado de los demás (como los demás tienen que soportar el nuestro).
Somos —no nos engañemos— lo mejor y lo peor de este mundo. El yin y el yang, el doctor jekyll y mister hyde. Decía Mae West: «Como buena, soy muy buena; como mala, soy mejor». Toda la historia está llena de atrocidades. Kark Kraus escribió: «El diablo es optimista si cree que puede hacer peores a los hombres».
Porque, visto lo visto, es difícil concebir a un ser más maligno que los hombres que han poblado el planeta a lo largo de los tiempos o, sin ir más lejos, en nuestra historia inmediata. Según Shakespeare «el infierno está vacío, todos los demonio están aquí». La realidad supera la ficción, pero el infierno supera la realidad tan sólo por su carácter perenne. Lo bueno y lo malo de esta vida es finito, acaba con la muerte, pero una vez muerto el infierno se eterniza. En el discurso ‘El cataclismo de Damocles’, pronunciado por García Márquez el 6 de agosto de 1986 en Ixtapa, México, en el aniversario número 41 de la bomba de Hiroshima, cuenta: «Un gran novelista de nuestro tiempo se preguntó alguna vez si la tierra no será el infierno de otros planetas» (ignoro quién es ese gran novelista).
El diablo popularmente tiene cuernos, patas y rabo de macho cabrío; nos tienta en las encrucijadas para que hagamos el mal y le vendamos nuestras almas, a veces, a cambio de baratijas. El mal es una evidencia y su personalización es el demonio, exista o no exista, esté o no esté, sea o no sea. Ya nos encargaremos nosotros de buscarlo, de conferirle identidad. En el cuento ‘Los cuatro ciclos’, incluido en ‘El oro de los tigres’ (1971), Borges asegura: «No podemos creer en el cielo, pero sí en el infierno».
El escritor rumano Emil Cioran, en ‘Breviario de podredumbre’ (1949), escribe: «Porque rebosa vida, el Diablo no tienen ningún altar: el hombre se reconoce demasiado en él para adorarle; le detesta a sabiendas; se repudia y cultiva los atributos indigentes de Dios. Pero el Diablo no se queja y no aspira a fundar una religión: ¿no estamos nosotros aquí para precaverle de la inanición y el olvido?». Y en ‘El nombre de la rosa’ (1980), Umberto Eco explica: «El diablo no es el príncipe de la materia, el diablo es la arrogancia del espíritu, la fe sin sonrisa, la verdad jamás tocada por la duda. El diablo es sombrío porque sabe adonde va, y siempre va hacia el sitio del que procede».
«Hitler era lector voraz —cuenta Fernando Báez en ‘El bibliocausto nazi’ (2002)—, un bibliófilo preocupado por las ediciones antiguas, por Arthur Schopenhauer, y una devoción entera por ‘Magie: Geschichte, Theorie, Praxis’ (1923) de Ernst Schertel, obra en la que todavía se puede encontrar subrayado de su puño y letra la frase: “Quien no lleva dentro de sí las semillas de lo demoníaco nunca dará nacimiento a un nuevo mundo”».