¡Dejen de volvernos locos!

Hace un año ya que vivimos en esta pesadilla. Un año en el nuestro paisaje cotidiano se ha poblado de mascarillas, geles hidroalcohólicos, PCRs, test de antígenos, vacunas, salvoconductos, pasaportes vacunales, confinamientos, perimetraciones, incidencias acumuladas, límites de personas por reunión, fatiga pandémica … Toda una serie de elementos y circunstancias que no hubiéramos imaginado ni en nuestra peor pesadilla, pero que mayoritariamente hemos acatado y respetado, porque hemos entendido que eran imprescindibles para atajar la sangría de vidas y haciendas que se está cobrando la pandemia.

En estos trece meses hemos renunciado a gran parte de nuestras vidas anteriores. Hemos cedido derechos fundamentales, como los de reunión, de libre circulación, o de viajar fuera de nuestra ciudad, o de nuestro país. Hemos sido responsables -me atrevería a decir que, salvo contadas excepciones, modélicos- a la hora de aceptar una serie de limitaciones y restricciones a nuestra forma de vida, a la cotidianeidad que nos había acompañado durante toda ella.

Semejante ejercicio de civismo colectivo y de sacrificio personal, debería tener un reconocimiento equivalente por parte de nuestros dirigentes, no solo de palabra en cada comparecencia, sino de obra, procurando evitar el desconcierto que siembran buena parte de sus actuaciones, ahora con las mascarillas, otrora con las vacunas, con las restricciones, con los rastreadores, o con los controles a viajeros en puertos, aeropuertos o carreteras.

Con las «vacaciones» de Semana Santa sobre la mesa, aceptando que no podremos viajar fuera de nuestra provincia, aunque lleguen hasta ella ciudadanos de cualquier lugar del mundo, nos encontramos con el auténtico carajal en el que han vuelto a meterse, una vez más, nuestros próceres. Los de Moncloa, con el uso obligatorio de las mascarillas en playas, montañas y desiertos, aunque no tengamos un ser vivo en quinientos kilómetros y con el jeroglífico en que se ha convertido saber qué vacuna es buena y para quién y los ejecutivos autonómicos, con sus «pimpampum» pandémicos contra el Gobierno, con cualquier motivo, o la mayor parte de los casos, sin el.

No seré yo quien cuestione la efectividad del uso de la mascarilla para evitar contagiarse uno mismo, o contagiar a los demás, pero de ahí a la estupidez de  convertir su uso en obligatorio, en lugares al aire libre, como playas o montañas, donde puede que estés perfectamente solo, media un abismo.

Y es que las normas, más aún si son prohibiciones, solo se cumplen si se entienden y lamentablemente, muchas de las que están adoptando nuestros gobiernos, son totalmente incomprensibles para el personal.

La profesora María José Zoilo, de la Facultad de Psicóloga de Málaga, experta en psicopatología y evaluación y diagnóstico psicológicos, cree que el principal problema radica en la existencia de mensajes contradictorios sobre las medidas a adoptar contra el coronavirus y en la falta de directrices claras. «La gente se pregunta por qué puedo quitarme la mascarilla cuando somos diez en la mesa de un restaurante, pero no cuando somos once; por no hablar de la existencia de distintas, cuando no contradictorias normativas covid, según la zona en la que te encuentres». Un día nos dicen que la mascarilla no es necesaria, para poco después convertir su uso en obligatorio; un día abren los locales nocturnos, para meses después limitar la movilidad con un toque de queda; otro día dicen que una determinada vacuna es la idónea para un rango de edad y al siguiente paralizan la vacunación por riesgos colaterales, con el consiguiente soponcio para quienes ya la han recibido.

Qué menos que exigir a nuestros dirigentes que los mensaje lleguen al cien por cien de la población y se transmitan de forma directa, clara, concisa y lineal, huyendo de las contradicciones. Si en la educación infantil, sabemos que si se quiere alcanzar el objetivo hay que ser constantes, en el caso de las normas anticovid ocurre exactamente lo mismo.

La decisión del Gobierno se ha encontrado inmediatamente con un auténtico aluvión de críticas provenientes de comunidades autónomas, ciudades costeras y asociaciones turísticas, incluso con la «insumisión» de algunos territorios que ya han advertido que no acatarán la norma. No es de extrañar que ante semejante despropósito, el Gobierno dé marcha atrás y vuelva al sentido común, por lo que se descarta que corrija en cuestión de horas el «mascarillagate», pero sería deseable no colmar la paciencia de la ciudadanía, con este tipo de astrascanadas.

Por todo ello el Gobierno central y los autonómicos, deberían «tentarse la ropa» antes de dictar prohibiciones y restricciones incomprensibles, para una ciudadanía que está demostrando tener más paciencia que el santo Job y de paso dejar de volvernos locos.

Ya va quedando menos para salir de esta pesadilla, hagan en favor de cuidarse, mascarilla incluida y de seguir dando el ejemplo de civismo que están protagonizando, porque aunque estemos ya muy cansados, la orilla esta cerca y no es cuestión de ahogarse cuando la tenemos a la vista.

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