¿Hay alguien ahí?
Malamente debe estar un país, cuando la noticia del día es que un ciudadano de a pie se ha cortado el pelo, coleta incluida. Algunos medios especialmente «incisivos» y camino del Pulitzer, han ido un paso más allá y han «desvelado» la brutal exclusiva, de que su corte de pelo, imita al del joven Stalin. Sin embargo, ninguno de ellos ha puesto en valor que, quien ayer fue al peluquero, haya sido el único político de este país, que abandonó voluntariamente una cómoda vicepresidencia del Gobierno, para batirse el cobre en una difícil batalla por la presidencia de la comunidad de Madrid y el único también, que aún mejorando sus resultados electorales, decidió abandonar la política, por no cumplir las expectativas despertadas.
Valga el absurdo de todo lo anterior, para poner de manifiesto el despropósito en que este país parece haberse instalado, entre quienes toman el nombre de la «libertad» en vano y quienes desde el olimpo de la Moncloa, consideran a la ciudadanía como menores de edad mental, a quienes hay que contarles cuentos chinos, para que se coman el menú de la subida de impuestos, o el sálvese quien pueda, del fin del estado de alarma, sin anestesia, ni plan B.
Es cierto que este país sigue haciendo buena la máxima de que «hay más tontos que botellines» y para muestra, baste el botón del esperpento vivido el pasado fin de semana, cuando la finalización del estado de alarma, dio lugar a un pandemonium de imbéciles echándose a la calle, como si no hubiera un mañana. Bien es cierto que para alguno de los cretinos que formaron parte del esperpento, quizás no lo haya.
No hay cosa peor para una sociedad que el desconcierto de comprobar que no hay nadie a los mandos. Acostumbrados durante más de un año al más férreo control de nuestros derechos desde la dictadura, de la noche a la mañana, nos encontramos con que, quienes nos limitaban desplazamientos, horarios y actividades, se retiran a sus cuarteles de invierno, dándonos manga ancha para hacer lo que nos dé la real gana, con lo que eso supone en este país.
Ninguna administración se salva de este despropósito. Lamentable el Gobierno central, dejando decaer el estado de alarma, en contra de la opinión de los expertos que pedían esperar unas semanas a que aumentara el porcentaje de población vacunada; lamentables aquellas comunidades autónomas que pasaron de exigir más estado de alarma, a levantar todo tipo de restricciones de la noche a la mañana y lamentables los ayuntamientos, que disponiendo de ordenanzas que prohibían botellones en plena calle, protagonizaron una patética dejación de funciones, sin poner pega alguna al despropósito vivido en la noche del sábado.
El espectáculo de comprobar como Gobierno y comunidades autónomas se culpan del disparate, mientras los ayuntamientos se encomiendan a sus santos patrones, es solo comparable a la chaladura de echarle el muerto de todos los marrones a los tribunales, quienes a su vez, demuestran a la población que la justicia es de todo, menos una ciencia exacta y que lo que para sus señorías es blanco en Pamplona, se convierte en negro en Logroño, o rojo carmesí en Granada.
Con semejante panorama es muy difícil pedirle responsabilidad al personal, sobre todo porque quienes deberían dar ejemplo, son los primeros en protagonizar el mayor ejercicio de irresponsabilidad que se recuerda en unos gobernantes. Incapaces unos de ejercer la autoridad que les hemos otorgado con nuestros votos, mientras otros no dudan utilizar políticamente a los muertos, exigiendo hoy todo lo contrario de lo que reclamaban ayer.
En situaciones tan delicadas como la que estamos viviendo, con más de doscientos muertos diarios, es más necesario que nunca un liderazgo claro y decidido, en el que la ciudadanía pueda refugiarse, y que haya acreditado la suficiente autoridad moral, para exigir los comportamientos y sacrificios necesarios para salir de este atolladero.
Lamentablemente carecemos de ese liderazgo en todas las instancias territoriales, ante lo cual solo cabe ejercer la responsabilidad individual y el sentido común que nos permita superar este durísimo trance sanitario y la patética orfandad en que nos han sumido nuestros gobernantes.