El portero delantero y el balón propio
Desde que en marzo de 2020 se declaró la pandemia de la Covid hemos tenido algún breve periodo de esa ficción de normalidad que nos hizo reconciliarnos con ritos que considerábamos banales pero que ahora nos ofrecen asideros emocionales. Yo tuve la suerte de que mi cumpleaños coincidiese con una de esas trilladas ventanas de oportunidad y entre los regalos de familia y amigas y amigos estaba la novela “Los cinco y yo” de Antonio Orejudo. Sin ánimo de destripar el argumento sí puedo decir que es un ejercicio de metaliteratura disfrazada de autobiografía. Entre sus recuerdos que describe más vivamente están los partidos de fútbol en los descampados de su barrio a las afueras de Madrid, evocaciones que compartimos aquellos que vivimos nuestra infancia en la calle.
Mis rodillas sufren de la efervescencia futbolera que se extendió desde que tengo uso de razón hasta el primer año de universidad para luego pasar de ser un ejercicio esporádico a convertirse en una actividad de riesgo. En mi escuela teníamos horario de mañana y tarde; el timbre de salida tocaba a las doce en punto y corríamos hacia nuestras casas para que, a las doce y media, ya comidos pudiéramos estar jugando al fútbol hasta que el timbre nos llamaba de vuelta a las tres en punto. Cualquier espacio era bueno para montar una cancha, pero en cuanto tuvimos una pista con suelo de hormigón pulido y líneas pintadas allí pasábamos la mayor parte de nuestra vida. Esa nueva pista demostró desde el principio sus defectos de construcción que acabaron por ofrecer nuevas formas de diversión: en los desniveles se acumulaba el agua de lluvia, lo que convertía el balompié en un deporte de fuerza y estrategia, con regates salpicantes, entradas a ras de suelo hacia el tobillo, pases bombeados a un área inundada… Los charcos también sacaban a resplandecer en forma de espuma el jabón Lagarto con el que nuestras madres frotaban nuestros tenis o playeros. Esta espumante revelación junto al ruido de chapoteo al correr arrebataban toda la épica a aquellos hormonados enfrentamientos bajo el chaparrón.
El acto iniciático consistía en fijar las reglas particulares a aplicaren cada partido. Podían ir desde el número de jugadores hasta no dar punterazos, pasando por aceptar la figura del portero delantero, una aberración para la FIFA pero un aliciente difícilmente renunciable. La posición de portero era la menos deseada entre otras cosas porque suponía recibir balonazos y recriminaciones después de cada gol pero, al añadir la capacidad para salir del área propia y llegar hasta la portería contraria, todo cambiaba. Lo de hacer una parada espectacular y salir con la pelota dominada en los pies hasta entrar con ella en la meta de enfrente era -y es- un sueño para cualquiera, una forma de decir soy el puto amo, nadie me hace sombra y tendré a la grada enardecida (pongan aquí como banda sonora de la ensoñación “Filho Maravilha” de Jorge Ben Jor). Pero las más de las veces esas expectativas se quedaban en eso, en una fantasía o peor, en una pesadilla: el portero contrario, más hábil o más suertudo, te la quitaba y lanzaba un pelotazo hacia los tres palos que habías dejado desprotegidos y la incrustaba en la red mientras tu veías la jugada a cámara lenta, anticipando el trágico recorrido de bola hacia su destino. Luego llegaban las collejas y los insultos y la vergüenza y el vacío.
En la política actual tenemos muchas y muchos porteros delanteros, gente vanidosa, sobrada de testosterona y sin empatía que se cree capaz de levantar a la hinchada gracias a carreras en solitario que en su imaginación pasarán a los anales mientras que desde fuera se le ve como un chupón únicamente pendiente de las cámaras, que no juega en equipo, incapaz de pasar la pelota a quien está mejor colocado para hacer gol.
El epílogo continúa siendo el mismo al de las pachangas de extrarradio: el dueño del balón nos recuerda que no podemos hacernos ilusiones porque, entre las prerrogativas del sacrosanto derecho de propiedad está la de disponer libremente de su posesión para llevárselo de vuelta a su casa en el momento que desee y acabar el partido -con el marcador siempre a su favor, por supuesto- cuando le de la gana.
Y de golpe comprendemos que nos quedamos sin diversión, que la lluvia empapa, que se nos ha quedado cara de tontos y que necesitamos un balón propio.
Buen articulo de opinión. La parte del portero que se lleva los balonazos me recuerda a algo, esa época que eras el más pequeño, el más malo, o ambas cosas y acababas o de medio estorbo o de portero, después todos los balones iban a la cabeza y caías para atrás a plomo. El símil con la política, yo lo veo más bien como este balón es mío, juega quien yo quiero y con mis reglas.