Muertos de Risa
Un extremo irrisorio, cruel e infame, es morir por exceso de alegría o por infinito amor. Es un extremo del Romanticismo. Lo podemos leer en ‘Los hermanos Karamazov’, de Dostoyevski, puesto en los pensamientos de Dmitri: «Cuando se hubo marchado, saqué mi espada y estuve a punto de clavármela. ¿Por qué? No lo sé. Tal vez en un arranque de entusiasmo. Desde luego, habría sido un acto absurdo. ¿Comprendes que un hombre se pueda matar de alegría…? Pero me limité a besar la hoja y la introduje de nuevo en la funda». O en ‘Orgullo y prejuicio’ de Jane Austen, cuando la protagonista se pregunta: «¿Se puede morir de felicidad?».
A veces sucede que duele el alma de ser feliz y el deseo pugna por quedarse en ese estado de por vida o que rubrique su punto final antes de abandonarla. Si ahora muriera, no pasaría nada, se instala en nuestra mente. Pero, por otro lugar, como Dimitri se cuestiona, no voy a truncar este estado de felicidad que, aunque pasajera, tiene visos de esperanza, de que continúe o de que se repita.
Otra cosa es morir literalmente de risa, como el conocido caso de Charlie Parker, fabuloso saxo alto neoyorquino (1920-1955), mientras veía un programa en la televisión en una habitación de hotel (hay una película sobre su vida).
Pero no fue el único. A lo largo de la historia se han dado casos sonados. Cierto día, el adivino Calcas, quien aconsejó la construcción del Caballo de madera en el sitio de Troya, mientras plantaba unas viñas en su propiedad, un vecino le pronosticó que no viviría lo suficiente como para beber el vino de aquellas uvas. Cuando el susodicho vino estuvo listo, Calcas invitó al agorero. Con la copa en la mano, y a punto de celebrar su victoria, el vecino repitió su premonición, lo que provocó tal ataque de risa al infortunado Calcas que, incapaz de reprimir las carcajadas, murió ahogado allí mismo.
El filosofo Quilón de Esparta (siglo VI a.C.), uno de los Siete Sabios de Grecia, murió de alegría al ver a un hijo suyo ganar una prueba de los Juegos Olímpicos.
Cuando el pintor griego Zeuxis (siglos V-IV a.C.), terminó el retrato de una anciana, comenzó a reír de tal forma que se le rompió un vaso sanguíneo y murió por hemorragia interna.
En Grecia también, el poeta cómico Filipides (siglo IV a.C.), murió de alegría al conocer el triunfo alcanzado por una de sus obras; y Filemón, otro poeta cómico de la época, considerado como el creador de la comedia de costumbres, murió al no poder reprimir la risa al ocurrírsele una broma (aunque, según otra versión tradicional, murió en el mismo teatro, al ser coronado como rey de la comedia).
Crísifo, filósofo griego del siglo II a.C., murió de un acceso incontrolable de risa al presenciar cómo un burro se comía unos higos (¿?).
El escritor italiano (y libidinoso) Pietro Aretino (1492-1556), murió de un ataque de apoplejía al caer de la silla por una broma de tono picante que le había contado una de sus hermanas.
La viuda londinense, Lady Fitzherbert, asistió una noche de abril de 1782, en compañía de unos amigos, al teatro de Drury Lane a presenciar la representación de ‘La opera del mendigo’, de John Gay. Cuando Bannister, el protagonista, salió a escena vestido de la forma extravagante que exigía su papel, Lady Fitzherbert tuvo que abandonar el teatro antes del final del segundo acto por un convulsivo ataque de risa. Día y medio después, sometida todavía a los estertores de la risa histérica, fallecía en su domicilio.
Valga esta muestra para ilustrar tan gentil despedida de este mundo que, si seguimos escarbando, es más normal de lo que parece.