Granada: la ciudad de los cinco sentidos
Si Granada es la ciudad de los sentidos por excelencia, probablemente sean los días de su semana mayor, lo que elevan esa definición a su máxima expresión. En esta ciudad que nos regala a la vista los atardeceres más bellos del mundo, estos días de Semana Santa suponen la conexión emocional, entre la ciudad y la experiencia de descubrirla con los cinco sentidos.
La vista se nos queda atrapada por la imaginería que representa cada día de la pasión; por los bordados y las filigranas de los mantos y las sayas, dispuestos con ese exquisito gusto que solo puede nacer, del amor de los hombres y mujeres que las visten, por esas joyas en que se han convertido nuestros tronos; por las obras de arte de los palios que cubren a nuestras vírgenes en sus desfiles por las calles de su ciudad, por esos varales que se elevan al cielo como cipreses de filigrana, por el tesoro del patrimonio de todas y cada una de sus hermandades que cada año se va incrementando con el esfuerzo y generosidad de toda la familia cofrade, por esas mantillas de encajes que dibujan la elegancia más sobria, por ese saber andar de nuestros costaleros, que igual hacen levitar a nuestros titulares, que enardecer a los miles de devotos con esos pasos emocionantes que nos llegan al alma; por el colorido de cada exorno floral, claveles, lirios, orquídeas o gladiolos, desde el blanco hasta el rojo, pasando por el púrpura, pero sin olvidar el verde; por esa candelaria que ilumina con sombras mágicas los rostros de nuestras vírgenes y cristos.
El sentido de la vista se recrea en la Semana Santa de Granada, probablemente más que en ninguna otra de este país. Decía Don Antonio Machado, que «todas las ciudades tienen su encanto y Granada el suyo y el de todas las demás». Esa frase se hace realidad cada tarde en las calles de nuestra ciudad, que presta, como inimitable telón de fondo a nuestras estaciones de penitencia, algunos de los escenarios más bellos y míticos del mundo. Albaizyn, Sierra Nevada, Carrera del Darro, Paseo de los Tristes, Plaza Nueva, Pasiegas, Marqués de Gerona, Cuesta del Chapiz, Camino del Monte, Campo del Príncipe, Santo Domingo, Puente Blanco, Gomérez, Puerta de la Justicia. Ninguna otra ciudad puede disponer de semejante escenografía, puesta a los pies de cada una de nuestras estaciones de penitencia.
La vista se recrea en cada rincón, en cada puesta de sol, en la paleta de colores que despliega esta ciudad ante los asombrados ojos de nuestros visitantes y a los más habituados, aunque no por ello menos admirados, de quienes tenemos la suerte de vivir en ella y que por fortuna nunca nos «acostumbraremos» a tanta belleza.
La Semana Santa es para muchos un tiempo de oración, de reflexión y de introspección, pero también de sensaciones estéticas para todos. Si algo caracteriza a las procesiones que cada año desfilan por nuestras calles al llegar la primavera, es el derroche de colorido que cada una de ellas ofrece. En los pasos de Cristo, o en los de palio, en las túnicas que visten los nazarenos o en los cirios que portan se despliega siempre un amplio abanico de colores, con el que se da un toque de distinción y personalidad propia a cada cortejo.
Mientras nuestros ojos siguen admirados por la estética inigualable que nos regala Granada en su Semana Santa, el oído reclama su lugar que nos lleva desde las voces infantiles del Domingo de Ramos en la Borriquita, al del júbilo de las campanillas de los Facundillos del Domingo de Resurrección, pasando por el silencio absoluto de la medianoche del Jueves Santo y el estremecedor del Campo del Príncipe, la Salve Marinera del Miércoles en Santo Domingo, los cantes que suenan al paso de los Gitanos, camino del Sacromonte; los gritos de «Guapa», al paso de las vírgenes del Albaizyn en la madrugada del Jueves Santo, o el aleteo de las palomas que acompañan a Santa María de la Alhambra, cuando su paso asoma por la puerta de la Justicia.
Sonidos de bulla, de alpargatas de costaleros rozando los suelos de Granada y alzando al cielo a sus vírgenes y sus cristos. Voces de capataces guiando a los tronos por donde las leyes de la física dirían que es imposible pasar; voces recias, enérgicas, comprensivas, que piden un último esfuerzo, o dedican esa chicotá para aquellos hermanos y hermanas que ese año se nos han ido. Sonidos de varales rozando los Grifos de San José, sonidos del rumor del agua del Darro, acompañando los pasos que desfilan por su carrera. Trinos de jilgueros y mirlos en el amanecer de la Abadía del Sacromonte, antes del encierro de sus titulares; del ronco y apagado eco del tambor, como único sonido del Cristo de la Misericordia durante la procesión del Silencio en la madrugada del Viernes Santo.
Como contrapunto a ese silencio las marchas de nuestras bandas, sin las que nuestras estaciones de penitencia no serían lo mismo; marchas solemnes, tristes, enérgicas, música para el alma y para decir esas oraciones que no sabemos con palabras… ¡Y como no! las voces desgarradas y emocionadas, convertidas en saetas que nos sorprenden en cualquier esquina o en cualquier balcón y que transforman el flamenco, en la oración más genuina de nuestra tierra.
Si hay una ciudad en el mundo en la que el sentido del olfato debería tener un altar en primavera, esa es Granada, una ciudad impregnada del azahar de los centenares de naranjos que jalonan nuestras calles, de hierbabuena, clavo, tomillo y canela, que nos llegan de los puestos de especias del pie de la Torre, de la marroquinería y los tés de menta en los alrededores de la Cuesta de la Alhacaba, de los tejeringos de Plaza de Bibarrambla, donde antes los aromas eran de nardos y azucenas y como no de sus tilos, aunque aún les falten unas semanas para su floración; de las panaderías y los hornos del kiosko de Enriqueta en la Trinidad y de Plaza Larga; de los chopos, castaños de Indias, saúcos, almeces, plátanos de sombra, acacias, avellanos, arces negundos, laureles, álamos y arrayanes del bosque de la Alhambra… y es que los olores se asocian a recuerdos, a la imaginación e incluso a ideologías y creencias.
Pero sin duda, el aroma por excelencia de Granada en su Semana mayor, es el del incienso. Efluvios que envuelven a los titulares de nuestras hermandades, en nubes que los elevan aún más arriba de lo que lo hacen en las trabajaderas los y las costaleras con su sudor. Porque en Semana Santa, Granada también huele a sudor, al sudor del trabajo, del sacrificio, de la generosidad y de la devoción; a un sudor que solo se puede entender desde la fe y el amor que llevan a nuestros jóvenes a meterse bajo los tronos para ponerles pies y caminos a nuestra semana de pasión.
Y así llegamos al sentido del gusto, que si durante todo el año convierte a Granada en un paraíso para los paladares más exigentes, tiene en nuestra Semana Santa un espacio reservado, exquisito y privativo de las cocinas de nuestras casas y de los obradores más tradicionales, que transforman los sentimientos en sabores: ácido, amargo, dulce, salado. Sabores que si cerramos los ojos nos trasladan a nuestra niñez en presencia de nuestros padres y abuelos, en los ajetreos y preparativos para esos días tan especiales que estaban a punto de llegar y que se materializaban en recetas ancestrales que eran sinónimo de Semana Santa.
Porque el sentido del gusto puede tener significados simbólicos y comunicar más de lo que lo hacen las palabras o los hechos, pero también refugiarse a través del mismo en esos recuerdos tan queridos por todos nosotros.
¿Quién no asocia estos días a un potaje de vigilia, o a un bacalao con tomate? Por supuesto a unas torrijas, unos roscos fritos, un arroz con leche, pestiños, buñuelos, leche frita. Platos todos ellos, que a buen seguro, nos traen a la memoria los menús de nuestra Semana Santa infantil, preludio de las salidas, como participantes, o espectadores, a esas calles tan queridas y tan especiales durante esos ocho días.
Son sabores heredados de nuestras madres y abuelas y que ahora hemos hecho nuestros, porque las cocinas y fogones de los hogares granadinos, también son pequeños templos, donde se oficia entre legumbres, harinas bacalao y azúcar.
En nuestra semana mayor no podría faltar el sentido del tacto. Desde la cera del cirio que portan los penitentes en las salidas procesionales, al encaje de los guantes de nuestras camareras. Ese roce al pan de oro del trono que porta al cristo de nuestra devoción, o al palio de nuestra virgen. El aterciopelado contacto con los pétalos de rosas que hemos desgranado con paciencia, para hacerlas llover al paso de nuestra Señora.
El tacto, ese sentido desde el que nacen las obras de arte de las tallas que encarnan las escenas de la pasión, que modelan los tronos de nuestros cristos y dibujan y materializan los costeros y varales de esos palios que maravillan a propios y extraños.
El tacto de esos dedos que bordan los mantos que cubren nuestras imágenes, que las visten, que colocan los calvarios de flores y la cera que las alumbran. El tacto que se agarra a las trabajaderas en el esfuerzo colectivo de quienes tienen el honor de llevarlas sobre sus hombros.
Ese tacto que roza los sillares del Darro y los arrayanes de la Alhambra, que abraza a nuestros hijos al paso de nuestras hermandades y que se enlaza con las manos de padres, madres, hermanos y parejas, en ese gesto único de compartir la emoción que solo se puede sentir a través de la piel.
Sin caer en chauvinismo alguno, no hay, lectoras y lectores, otra ciudad en el mundo, donde los sentidos se expresen de una manera tan rotunda como lo hacen en Granada y no hay una fecha más especial para esa expresión que la de nuestra Semana Santa, que por eso hay que vivir con los cinco sentidos.
Pd. Tomo prestado el título de esta columna de mi maestro, el admirado Juan Bustos, quien glosó a esta ciudad como solo puede hacerlo un genio