La tragedia alimentaria
¿Qué culpa tiene el tomate
que está tranquilo en la mata,
y viene un hijo de puta
y lo mete en una lata
y lo manda pa’ Caracas?
Empiezas, con cinco o seis años, a jugar entre cajas de tomates y sacos de patatas y acabas convertido en todo un catedrático de mercadotecnia hortofrutícola al cumplir los diez. Mis padres despachaban frutas y hortalizas en sendos puestos de la plaza de abastos y yo acabé especializado en el montaje y el desmontaje de mostradores, apilando en ellos el contenido de las cajas y los sacos de forma apropiada para encandilar la vista y atraer el deseo de la clientela, mujeres en el 90% de los casos.
Combinar formas, colores, texturas y tamaños era un ABC iniciático, algo lúdico y fácil para una mente inocente: cerezas, berenjenas, manzanas, cebollas, alcachofas, naranjas, tomates, peras, habas, pimientos, melocotones, ciruelas, melones, plátanos… un universo y una hora para darle sentido y orden a diario sobre el altar de compra/venta del mostrador. En las capas superiores de cada caja, la fruta era gorda, brillante, uniforme; en las inferiores, más menuda, menos madura, picada, alguna para desechar.
Las piezas hermosas se colocaban en la zona baja delantera del montón, las medianas en la cúspide con su mejor cara mirando al público y las menudas y tullidas se ocultaban detrás. En los puestos, las capas de arriba iban al mostrador de mamá y las de abajo al de papá; a precio superior al de mercado vendía ella, algo menos cobraba él. La clientela de ella era clase media/alta; clases populares y necesitadas atendía él. Los mostradores eran el reflejo de la desigualdad digestiva y nutricional que sufría el país.
De madrugada, los almacenes recibían productos de las huertas de Cabra, Zambra y Jauja y traían de Málaga y Granada aquello que el terreno no producía. Todo era fresco, sin apenas pisar las cámaras, y se consumía en los plazos marcados por la biología, sin conservantes ni colorantes como los transgénicos que ofrecen los Monsantos y venden los Mercadonas. A mediados del siglo XX, se sembraba, cultivaba y cosechaba de forma natural, sin tecnologías uniformadoras de aspectos y tamaños.
La fruta olía y sabía a fruta y masticarla permitía distinguir unas variedades de otras. En esa época, Monsanto producía toneladas de plástico, el letal agente naranja y herbicidas contaminantes como base de su negocio, hasta que en los 80 decidió patentar la naturaleza hurtando a la Humanidad las propiedades sensoriales y alimentarias de los productos agrícolas. El tamaño, la forma, el color y el sabor de los transgénicos son elegidos en los laboratorios donde se someten las semillas a manipulación genética.
En 2013, el 30% de lo que produjo el campo no llegó al mercado por criterios de calidad y estéticos. Unos 1.300 millones de toneladas de comida, un tercio del total, acabaron en los vertederos, a pesar de que una de cada nueve personas en el mundo sufría hambre. Alrededor del 45% de las frutas y verduras y el 30% de los cereales que se cosechan en el mundo se desperdician. En 2018, los hogares españoles tiraron a la basura 1.339 millones de kilos/litros de comida y bebida, un 8,9% más que en 2017.
La fruta y la verdura están perdiendo la batalla ante la comida rápida y la bollería industrial.