El raro soy yo
Camino por la calle un día cualquiera y veo gente normal, personas riendo, gente haciendo cola en el cajero, parejas sentadas en la cafetería, abuelos viendo la vida pasar por delante de un banco soleado, un repartidor aparcado en doble fila, estudiantes con mochilas, una ecuatoriana empujando la silla de ruedas de una española, la cartera con el carrito de Correos, operarios cavando en el asfalto, un señor recogiendo la caca del perro, gente en coche, moto, patinete o bicicleta… Gente normal haciendo cosas normales.
Me extraña ver que sólo hay gente normal en la calle un día cualquiera porque, por más vueltas que doy, no veo el país en que dicen que vivo los medios de comunicación a diario. Vivo en un entorno de gente normal en apariencia que hace cosas aparentemente normales. ¿Y entonces? ¿Dónde están los peligros que, dicen la derecha y los medios, acechan la paz, la integridad, la salud, la seguridad y la tranquilidad de este país? Con inquietud, me decido a comprobar si quienes me rodean son gente normal.
Hablo con gente próxima. Al preguntar, el mundo tiembla por momentos, el caos toma la palabra y no hay debate, sólo maniqueísmo: o conmigo o contra mí, sin más argumento que lo repetido por los medios. A corta distancia, la gente actúa de forma rara, como si escondiera su personalidad en un muestrario de etiquetas y no en el desarrollo racional de sus propias ideas. Es la misma gente que veo en las calles y las plazas cuando paseo un día cualquiera y que en apariencia entra en el canon de la normalidad.
Gente que ayer era andaluza, hoy se avergüenza de serlo y se declara española, sin saber explicar en qué consiste la españolidad más allá de una pulserita o un pin en la solapa. Gente que deja traslucir un odio reciente hacia catalanes y vascos como afirmación de una españolidad excluyente y sectaria. Gente andaluza que permite que Sevilla y Madrid les robe porque Moreno Boñiga y Ayuso se envuelven en una bandera que no es verde ni blanca, la que favorece al señorito andaluz y al que vive en Madrid.
Gentes que ayer fueron a trabajar a Catalunya o Alemania por razones económicas o ideológicas, sin papeles en muchos casos, hoy acusan a los migrantes de lo que fueron acusadas en su momento. Porque muchos emigrantes de la España dictatorial fueron ladrones, violadores y asesinos para el racismo xenófobo de los países donde se dejaron la piel y la dignidad. Descendientes de esos españoles se quitan hoy las pulseritas para que les alquilen una vivienda y les den trabajo en muchos países de Europa.
Gente que frecuentó los armarios donde el franquismo guardaba a quienes consideraba anormales, hoy meten su pluma en cofradías homófobas y no dudan en señalar con el dedo del odio, la frustración y la envidia a quienes deciden volar libremente. Gente con hijas, madres, nietas, hermanas o vecinas maltratadas, algunas asesinadas, por machos salvajes, hoy atacan el feminismo y defienden a los agresores porque así lo impone la ideología machista a la que mucha de esa gente vota.
Gente con trabajo precario, sin acceso a la vivienda, con dificultad para pagar la luz, asaltada cada poco por su banco, sin dinero para gasolina, alimentada de pobreza… gente que defiende a muerte lo que los medios le indican. Gente que vota a quienes ensanchan la brecha entre ricos y pobres, o que no vota para defender la unidad de España, para que no la rompan. Gente que ignora que ella es España y está más que rota. Gente que apoya una monarquía donde el Emérito, Froilán o Federica son lo “normal”.
La pulserita tiene superpoderes. Cuando te la pones ya no te la quitas porque crees estar siempre firme, hasta cuando meas