Agua
¿A gusto de todos? ¡Nunca, jamás! El rearme ideológico extremo de la sociedad ha hecho que alegrarse por la lluvia caída haya sido casus belli en no pocas ocasiones. Expresar emoción distinta a la pena y el dolor se interpreta en la España talibán como un ataque a los sentimientos religiosos de la turba católica. Alguien te puede acusar poco menos que de llamar a la quema de iglesias, la violación de monjas y la castración de santos varones, muy posiblemente quienes anteayer reclamaban con una pulserita ayudas para el campo.
Ha llovido donde hacía falta: en las tierras secas de Andalucía, en sus ríos y pantanos, sobre el aire sucio de sus pueblos y ciudades. No ha llovido a gusto de todos, pero sí al de la necesidad. Agua verde en el olivar, blanca sobre la cal. Otra lluvia ha anegado las tradiciones, los ojos anclados al pasado y los trajes de fervor a estrenar. Se han empapado las ilusiones de todo un año que han visto a Nelson descargar viento y agua a las puertas de los templos donde han permanecido los ídolos prisioneros sin salir en sus áureos tronos.
¡Cuánto dolor desatado! ¡Cuánto incienso apagado! ¡Cuánto capirote erecto! ¡Cuánto cirio de flácido pábilo! !Y cuántas húmedas mantillas! Tanto dolor impresiona, conmueve, eriza los vellos y llama a la piedad de quien no alberga una roca en el pecho, golpeado con la fuerza de la fe por las resultas de tan injusto, aunque necesario, diluvio. El diluvio se ha saltado el protocolo, ha ignorado la agenda de los hombres que cada año deben seguir sus dioses sin atender a la otra: la implacable que a los hombres imponen sus adorados diablos.
Ha llovido en Andalucía. Chuzos de punta han impedido los ansiados desfiles religiosos y militares que animan el negocio de la fe con tronos y palios, cofrades y legionarios, con los templos y los bares abiertos fuera de sus habituales horarios. Más llanto desconsolado: la archicofradía hostelera recuenta las dolorosas reservas anuladas en el huerto de los olivos donde más brillan las aceitunas que treinta monedas de plata gracias al agua. Se sienten crucificados cuando dejan de ganar, no se alegran de que sea el campo el que gana.
Gaza sufre un temporal de plomo, metralla y muerte, desde 1948, en el nombre de los mil dioses que no han desfilado este año en España. En las sobremesas de torrijas, gajorros, pestiños y roscos cambian de canal y de moral los buenos católicos para que la televisión no les muestre el uso del hambre como arma de guerra sionista. Poco interesa en estas fechas el exterminio de todo un pueblo mientras los de una religión mueren, los de otra matan y los de una tercera no quieren ver, se niegan a oír y cómplices del genocidio callan.
Tiempos revueltos, de hecatombe finisecular. Europa se arma, Israel agita el avispero, EE.UU. hace negocio con todas las guerras del mundo. El Papa avisa del desastre y los curas fascistas rezan para que se muera. Por increíble que parezca, para parte de España el mayor de los problemas es que se les haya jodido la semana santa. La especulación no tiene límite, los precios se disparan, los salarios no llegan, ahorrar no basta para media España con la personalidad de un código de barras y la esperanza puesta en un QR.
El debate está servido. Unas sectas reniegan del encierro de los santos, otras de que los hayan sacado un rato bajo el aguacero, las vírgenes con el palio y el manto empapado, los cristos con chubasquero para lucimiento de costaleros y santeros y amortizar la inversión de capataces y manijeros. Por último, el ateo reclama proteger el patrimonio, menos dinero público para estos despilfarros y un mínimo de decencia cristiana al clero. A la propuesta de un santódromo con taquillas, a la vista del aguacero, hay que añadir que sea cubierto.