¡Cómo todas las granadas!
Cuenta la leyenda que hubo un tiempo en que un granadino de pro, harto ya de estar harto de las alabanzas de propios y extraños a la maravilla que supone la Alhambra para esta ciudad, exclamó ante el enésimo piropo al monumento nazarí: «¡Pues como todas las alhambras!», como si.en cada ciudad hubiera una maravilla como la que nos han legado los nazaríes.
No andaba muy descaminado este buen hombre, porque con el devenir del tiempo, la eclosión del turismo masivo y la «invasión» por las franquicias, ciudades tan singulares como Granada, se están acabando por convertir en clones de un modelo que acaba con las características propias de cada una de ellas que son las que las han convertido en ciudades únicas en el mundo.
No hace mucho que leí un artículo de Albert Nogueras, que bajo el título genérico de «Urbanalización» define perfectamente este pernicioso proceso.
La urbanalización es el fenómeno que explica por qué hoy en día los centros de las principales ciudades europeas se están mimetizando. Los cascos antiguos de las ciudades, originalmente los lugares más expresivos de una identidad local, son los espacios alrededor de los cuales se han construido las condiciones óptimas de redes económicas internacionales convirtiéndolas en un agente globalizador que destruye desde dentro la supuesta autenticidad de estas ciudades.
El secuestro de las plantas bajas de los núcleos urbanos por parte de cadenas comerciales de escala mundial ha modificado la imagen de las ciudades, asemejándolas peligrosamente entre sí. Ya sea paseando por la Gran Vía de Madrid, por Portal del Àngel en Barcelona, la Via del Corso de Roma, la Rua Augusta de Lisboa, los Campos Elíseos de París o por Oxford Street en Londres, un rápido vistazo revela cómo un mismo conjunto de marcas ocupa los locales de los bajos de sus edificios, cuando no lo hace en la totalidad de sus plantas. Estas marcas, ajenas a las singularidades culturales de la arquitectura o del espacio público autóctono, imponen su propio universo interior con estéticas e identidades seriadas, obviando y desvirtuando el paisaje histórico urbano.
El término urbanalización ha sido acuñado por el geógrafo Francesc Muñoz y analiza la serie de procesos de urbanización que han dado lugar a una réplica paisajística de las ciudades a raíz de la globalización y de la banalidad intrínseca que esta conlleva.
Este fenómeno conduce a una urbanización banal, consistente en la repetición y la uniformidad, que puede replicarse en diferentes lugares, vampirizando sus atributos y convirtiéndolos en entornos urbanos genéricos.
Los locales ubicados en los centros históricos o en las calles con más afluencia de ciudadanos y visitantes son los que cuentan con los alquileres más caros. Sus precios están fuera del alcance de los pequeños comerciantes y de las marcas emergentes y, en consecuencia, quedan restringidos a las franquicias internacionales con facturaciones millonarias.
En resumidas cuentas: el paisaje comercial de las grandes ciudades es el mismo porque el mercado que opera en su infraestructura es también el mismo. De ahí que se dé la paradoja que la ciudad se desvincule de su tradición y cultura, se deslocalice y desarraige, aniquilando los rasgos distintivos que la podría hace particular. Este proceso hacia la artificialidad, cuando se estudia desde la influencia del turismo, se conoce a menudo como disneyficación. Los centros de las ciudades se trasforman en espacios tematizados donde cualquier turista puede identificar rápidamente ciertas convenciones y características comunes respecto a los otros sitios donde ha estado. Las ciudades pierden su carácter en detrimento de la alienación global.
El espacio público se ha transformado en un escenario para el consumo y el ocio, adaptándose a formas estandarizadas que pretenden satisfacer las demandas del turismo global. Esto lleva a una urbanización banal, basada en la repetición y la uniformidad
Para profundizar en este comportamiento resulta interesante analizar también la figura del expat o nómada digital, máxima expresión de la gentrificación. El expat es el habitante por antonomasia de la ciudad urbanalizada o, como cantaban Facto Delafé y las Flores Azules, se trata del perfecto “ciudadano de un lugar llamado mundo”.
“El expat directamente no quiere disfrutar de ningún tipo de exotismo. Quiere reproducir su vida prototípica de clase media en contextos diferentes que son, lo que llamamos en antropología, ‘espacios intersticiales’. Cuando los expats se instalan en otra ciudad se dan las siguientes circunstancias: no es su casa, no son sus leyes, las empresas para las que trabajan tienen su sede en el extranjero, no pagan impuestos aquí, tampoco están en su sitio definitivo, no comparten los mismos mecanismos sociales ni tienen la intención de adherirse a ellos…”,
Mientras que, a finales del siglo pasado, se especuló con la posibilidad de copiar el modelo americano que consistía en desplazar el comercio a la periferia de las ciudades en grandes centros comerciales, hoy en día está más que comprobado que la estrategia más rentable para las franquicias se inspira en el caballo de Troya. Las marcas se introducen en los cascos históricos y asaltan todos los locales disponibles, independientemente de sus cualidades arquitectónicas, con el objetivo de dominar el territorio donde se cuece la actividad social y turística de mayor intensidad.
Salvo los arquitectos, la mayoría de la gente, cuando deambula por la calle, centra su atención en lo que ocurre a la altura de sus ojos. De ese modo, su experiencia urbana se limita a lo que ocurre exclusivamente en ese arranque del plano vertical de los edificios respecto al suelo. Cuando entramos a un comercio, rara vez nos damos cuenta de qué tipo de edificio es el que lo alberga. A una cadena de ropa, por poner un ejemplo, le resulta indiferente instalarse en un palacio modernista o en un edificio industrial semirruinoso. Actualmente el retail design (arquitectura de espacios interiores en los que se venden productos o servicios) tiene la capacidad de implantar un diseño donde absolutamente todo está predefinido en cualquier local al margen de las preexistencias que presente.
Cuando un turista va a otra ciudad y se encuentra con aquello que ya conoce o que esperaba encontrar, se produce una especie de ‘profecía autocumplida’. Dentro del paisaje global, este se siente seguro y halla el exotismo en las pequeñas variaciones ¿Reconocen a Granada en este relato? Seguro que sí. Quienes ya vamos teniendo unos años recordamos perfectamente como el centro de nuestra ciudad era una sucesión de establecimientos comerciales singulares, y en muchos casos exclusivos, que hacían de ella un referente para un área geográfica que abarcaba casi toda Andalucía Oriental. Malagueños, almerienses y jiennenses, peregrinaban a Granada cuando necesitaban calidad y distinción en sus compras. Hoy esa historia se ha acabado y la Gran Vía, calle Reyes, Ganivet, Puerta Real, Recogidas y Acera del Casino, se han convertido en un escaparate continuo de todos aquellos productos que podemos encontrar en cualquier otra ciudad, presentados por establecimientos que son un clon de los que podemos encontrar en ellas y vendidos por dependientes gemelos de quienes nos los pueden vender allende del Carretero, del Puerto de la Mora o de la Cuesta Blanca.
Mal camino llevamos. Si una ciudad de la singularidad de Granada se acaba por convertir en una fotocopia de la vulgaridad de tantas otras, habremos perdido nuestra principal seña de identidad y más pronto que tarde acabaremos por matar la gallina de los huevos de oro, porque total ¿para qué viajar a Granada, si es igual que todas las granadas?
siempre nos quedará Casa Julio, Provincias…. que nos hace diferentes.