Paseos por la vida

Paseo por las calles de la existencia y contemplo actitudes que llaman la atención y alertan de que el mundo y yo andamos por caminos diferentes. En el breve recorrido de mis paseos diarios, suelo cruzarme o divisar a lo lejos todo tipo de extravagancias, absurdos, rarezas, excentricidades, ridiculeces y disparates que, por su abundancia e implantación, me hacen pensar que el raro soy yo. Para mayor confusión, la mayoría de estas situaciones generan en mí un debate conmigo mismo y las circunstancias que me rodean como persona.

En cincuenta metros escasos de acera y plaza, la otra tarde coincidí con una mujer joven, calculé treinta y tantos, que empujaba un carrito de bebe cuyo capazo ocupaba un pequeño perro de marca desconocida. Más adelante, tres señoras, entradas en la senectud, eran acompañadas por sendas mujeres de rasgos andinos, incas, quechuas o vaya usted a saber. Una turbia idea inquietó mi mente al plantear la existencia de vínculos sanguíneos entre algunas personas que pasean perros y algunas paseadas por emigrantes explotadas.

Los cincuenta metros de calle, la plaza y el parque me hablan de quienes los utilizamos de forma cotidiana. Hay presencia de colillas, algún pañuelo de papel, cacas de perro, un papel arrugado, un cartón con restos de pizza, una botella de cola medio vacía, una lata de bebida alargada y colorida y dos monedas de veinte y cincuenta céntimos. Pienso que se trata del goteo sucio de la última semana, a la vez que caigo en que sólo he visto una papelera, desbordada. En todo caso, es inaceptable el incivismo de la gente y la dejadez municipal.

Sentado en un banco, comparto un parque público con cuatro adolescentes que ocupan otro banco frente al mío, a poca distancia. Dos sentados de manera ortodoxa, el culo en el asiento, los pies en el suelo, la espalda en el respaldo; dos apoyando las posaderas en el respaldo y sus zapatillas sucias pisando el asiento que luego usará otra persona; los cuatro lucen pelados monacales, los cuatro manejan absortos sendos móviles, ninguno habla con los demás, excepto para gritar un léxico plagado de “hostias”, “mierdas”, “coños” y “pollas”.

Entro a un bar con un amigo y aprovecho para aliviar la vejiga. Al váter llegan voces de la cocina, “¡¡Dos de boquerones!!”, y olor a fritanga desde un ventanuco sobre la cisterna. Alzo la vista y avisto la puerta alta inoxidable de un frigorífico. En la barra, detrás de mi amigo, unos clientes despotrican del gobierno y elogian “los cojones” de Abascal. A mi espalda, otros critican a “los franceses” de la selección. El camarero interrumpe las conversaciones: “¡Sus boquerones!”. Sonrío. Justicia poética: intento oliscar alante y atrás el olor del urinario.

En pleno centro urbano, a eso de las cinco y media de la tarde, unas ocho jóvenes tienen montada una algazara imposible de soslayar. Al guirigay etílico se suma una guardarropía propia de un lupanar de neón en la carretera. Una de ellas, más ebria que ridícula, simula ser la novia anunciada en la triste banda de raso rosa que cruza su cuerpo, las demás graznan cánticos pretendidamente procaces, pendientes de quienes observan con espanto el espectáculo de una despedida de soltera totalmente incompatible con cualquier diversión.

Cae la noche bajo el sereno dominio de la luminaria pública y el exabrupto de decenas de anuncios y escaparates invocando al día que se ha ido. Las calles, las plazas y los parques son otros diferentes, con una quietud que invita al relax bajo el cielo estrellado y cierto aroma liberado de la dictadura del CO2… Todo salta por los aires tras irrumpir un coche con las ventanillas bajadas, los ocupantes moviendo brazos y cabezas a ritmo de convulsión y el atronador ruido disruptivo de un sonido infernal llamado reguetón. ¡No iba a ser Debussy!

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