Los contextos de los asuntos políticos

Prescindir de la totalidad o de parte del contexto de los asuntos, sobre todo los públicos, supone una merma considerable de la capacidad de comprensión de los mismos. Cierto que también simplifica la cuestión y evita un excesivo calentamiento de cabeza a la hora de abordarlos, aspecto que podría considerarse como no menor en estos tiempos complejos que nos ha tocado vivir. De ahí, quizá, la cada vez más extendida costumbre de «descontextualizar» la realidad, sobre todo la política, para intentar que todo parezca blanco o negro, bueno o malo. Y de ahí, también quizá, este intento de volver a la necesidad de analizar las cosas de la política en su contexto, que es donde encuentran su mejor y mayor campo de comprensión, entendimiento y análisis.

Quienes me lean con cierta frecuencia conocen mi percepción de la situación política española actual, sus causas y sus consecuencias, y también conocen la valoración que hago de la actuación, por activa y por pasiva, de los diferentes actores que inciden en la misma. Que, evidentemente, no son sólo los actores políticos. Y ahí radica, posiblemente, la primera (des)contextualización. Analizar la realidad política española bajo el único prisma de la actuación de la (mal) llamada «clase política» creo que es falsear la misma. El contexto correcto de la política española viene marcado por la acción, obviamente, de la política, pero también de los poderes económicos, los medios de comunicación y asimilados, el poder judicial o parte de él, las confesiones religiosas y la política europea e internacional. Al menos por todos y cada uno de los citados. Cada cual con sus aciertos y errores. Cada cual sirviendo a los intereses generales o particulares a los que sirve. Cada cual con sus estrategias legítimas, ilegítimas o mediopensionistas, y cada cual con su legitimación acuestas. Bien sea la democrática, la constitucional, la empresarial, la divina o la que sea.

Lo dicho ni añade ni quita una pizca de razón a nada ni a nadie. Pero creo que no debemos hacernos trampas al solitario a la hora de ponderar los diversos aspectos de nuestra compleja realidad política. Que parte de un hecho insólito en nuestra democracia, como es la inexistencia de mayoría parlamentaria clara del partido que lidera el gobierno, pero también de la existencia, no desmentida con el transcurrir de los meses, de mayoría parlamentaria suficiente para haber logrado la investidura, así como de un programa de gobierno controvertido (!sólo faltaría¡) cuyo cumplimiento está siendo muy difícil, pero que hasta la presente no se ha acreditado imposible. Todo lo cual, por más vueltas que se le quieran dar, sólo puede conducir a que el gobierno , a día de hoy, continúa ejerciendo su labor. Si la naturalidad ( a veces recubierta con un manto constitucional a la carta) con que a veces se aparenta reconocer el hecho de la incidencia del resto de actores en nuestra vida política, se aplicara a este elemental y parvulario principio democrático, quizá el análisis global fuera menos brusco y polarizado.

Pero creo que justamente por ese error de inicio, todo lo que ha de venir después, llega viciado, tergiversado, vociferado y descontextualizado. Nada de lo que ocurre se puede deslindar del inicial planteamiento de ilegitimidad con que se recibió por el resto de actores que cité antes ( poderes económicos, medios de comunicación y asimilados, parte del poder judicial, etc, además lógicamente de por la oposición política de derecha y de ultraderecha) al actual Gobierno. Y, claro, ocurre lo que ocurre. Que pareciera que todos y todas a quienes he citado tienen el derecho (que lo tienen) no sólo de criticar al gobierno, sino además de «usar todos los medios a su alcance para intentar derribarlo». Y que, por contra, el Gobierno y sus apoyos, no han de tener el mismo derecho (que también lo tienen) a defender su labor y a intentar mantenerse con firmeza en su responsabilidad.

Y en esa contradicción argumental, desequilibrio en el balance, descompensación de fuerzas o como se quiera denominar la cuestión nos encontramos. Ante ello, no digo yo que no se pueda mantener la equidistancia o la neutralidad, que de todo tendrá que haber en la viña del señor. Pero no creo que pueda negarse el hecho de considerar descontextualizado el comportamiento de  quien no reconoce, con todos los matices posteriores, la legitimidad de partida del gobierno, pero considera que el resto de la humanidad ha de reconocer, sin atisbo de duda, la legitimidad de intentar derrocarlo por todos los medios al alcance. Seguramente tengan razón ambas posiciones. Y seguramente la defensa de ambas haya de atemperarse, normalizarse o suavizarse. Pero la de ambas. Existen mecanismos legales y, sobre todo, políticos, para intentarlo.

Y si se consiguiera en alguna medida, creo que se entendería mejor el hecho de que, por ejemplo, el poder judicial entrara a investigar posibles comportamientos fuera de la ley que pudieran producirse dentro de esa realidad política (contextualizada). En caso contrario, lo normal es que resulte inevitable pensar que algunas de estas investigaciones se sitúan en el contexto, de sobra conocido y publicado, de «controlar la Sala Segunda del Supremo por la puerta de atrás» o de «quien pueda actuar, que actúe» o de anticipar en un tuit resoluciones judiciales teóricamente imposibles de predecir. Es lo que tiene jugar con los contextos sólo cuando interesa.

Por eso, sugiero templanza y mesura, en absoluto antagónicas de la contundencia, en la labor de crítica, desgaste o demolición del gobierno, y además, me permito avisar, como hizo hace poco Enric Juliana, sobre el abuso de la expresión «palante». Por si más que un síntoma de fortaleza, lo fuera de debilidad. En el contexto adecuado.

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