Dar calabazas a Halloween

Caminando por la ciudad, las calles muestran casas disfrazadas con ridículas telarañas y réplicas de calabazas en cartulina o en material plástico made in China. El carnaval de otoño asoma la faceta cateta de sus moradores a puertas y balcones, así como el faroleo acentuado por luces en exceso brillantes y adornos hiperbólicos. La memoria sonríe resignada al evocar las pandillas infantiles congregadas alrededor de faroles hechos con melones vaciados con una vela dentro y dibujos calados en su piel para dejar pasar la luz.

Niñas y niños disfrazados tocan los timbres al grito importado de “truco o trato” que han de explicar, si es que lo saben, a un vecindario ajeno a la cultura yanqui para conseguir tristes caramelos que acaban engordando sus cuerpos y la cuenta corriente de sus dentistas. Esa infancia no conoce noches en vela tras oír a los mayores tétricos relatos en la penumbra del comedor mal iluminado por pábilos tiesos sobre redondeles de naipes y corcho flotando en un tazón con aceite refrito. La memoria de las castañas y los boniatos asados es viejuna.

A esa memoria arrinconada acuden los cuchicheos nocturnos bajo las sábanas, los poemas de Espronceda o de Poe recitados con voz grave y engolada, la historia del caballero que camino del cementerio levantó la tapa del ataúd donde lo metieron con vida por error, las excursiones nocturnas que finalizaban saltando las tapias del camposanto con un cráneo debajo del brazo o las bromas pesadas a los más pequeños e inocentes de la pandilla. La memoria seguirá viva mientras que su legado de vivencias y recuerdos se resista al olvido.

El patriotismo de hojalata, presto a dilapidar dinero público en bárbaras tradiciones como los toros, aguerrido paladín del castellano frente a las lenguas vernáculas de España, férreo enemigo de las culturas de moros y negratas, hinca sumiso la rodilla y agacha humillado la cerviz ante el empuje anglosajón y su cultura colonizadora, consumista y neoliberal que borra tradiciones como el día de los difuntos y exige hablar inglés para ser “algo” en una sociedad blanca y católica. La memoria del patriotismo de hojalata es sectaria e interesada.

Tras Halloween, otro carnaval de luz, oropel y consumo a mansalva. Demasiadas películas americanas han hecho que, en los últimos años, la Navidad disfrace las calles y muchas casas luzcan como rancios puticlubs de carretera que han sustituido el neón por el LED en los reclamos luminosos adquiridos en los chinos. Hace décadas que la memoria ha olvidado el significado de la Natividad y lo ha sustituido, al modo anglosajón, por el culto a Papá Noel y al derroche. La memoria reciente mira perpleja la paleta carrera iniciada por Abel en Vigo.

Apenas un par de meses más tarde, el auténtico carnaval. Esta tradición interrupta se ha reconvertido en colegios y ciudades en una orgía de vanidad y postureo. Conviven en un mismo desfile disfraces de diseño hechos a medida con otros prêt-à-porter made in China y los de confección casera. Don Carnal vive una apoteosis concentrada en unos días a la espera de que Doña Cuaresma dé paso a otra semana de más disfraces, más postureo y más consumo con la estridencia de las cornetas y los tambores martilleando el descanso.

El miedo, el terror y el pánico asolan las calles del país durante todo el año sin que a nadie parezca importarle. El miedo a la codicia insaciable del sector inmobiliario castiga en cruel paridad con la precariedad laboral y unos salarios de mierda. El terror acecha apostado en las esquinas a los extranjeros pobres y al colectivo LGTBI. El pánico se ha instalado en los hogares donde cualquier hombre puede dar paso al macho y desatar olas de maltrato y muertes violentas como muestra infame de la zozobra social que amenaza con el naufragio.

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