No les llame personas

Las imágenes son tan ridículas como peligrosa su intencionalidad: un individuo, amparado en la noche postapocalíptica de Valencia, se lanza de rodillas al barro para entrar en directo en la televisión debidamente manchado, como dios manda. El mismo individuo se muestra ante la cámara frente al aparcamiento de un centro comercial donde asegura, entre hipidos muy ensayados (pero poco logrados) de un llanto a punto de estallar, que hay cientos de cadáveres atrapados en los coches cubiertos por las aguas y el barro del diluvio desatado.

En otro momento, se cuela sin pedir permiso en un centro de mayores y sube al primer piso grabando con el móvil y jadeando de forma desmedida, como si hubiera subido los 91 escalones de la pirámide de Chichén Itzá. Se dedica a grabar escenas deficientes y a narrar una ficción que sólo existe en su cabeza con la misma impiedad que otra rata, dejemos de llamarles individuos o personas, se va a un vertedero para mostrar sin demostrar, mintiendo de forma muy canalla, cómo arrojan allí las ropas que la solidaridad ha llevado a Valencia.

Se podría entender que estos sinvergüenzas, dejemos de llamarles individuos o personas, recurran a sembrar dudas, mentiras y odio por vanidad, ideología o dinero. ¿Se podría entender? Aunque ambos se presentan en sus estercoleros digitales y mediáticos como informadores, no pasan de la categoría de bocazas manipulador a la vez que manipulado. Lo que escapa a la comprensión racional y humana, y preocupa, es la legión de prosélitos que siguen sus redes sociales, fanáticos analfabetos entre los que hay algún universitario.

Tal vez ayude a entender a estos delincuentes, dejemos de llamarles individuos o personas, el hecho de que su lucrativa actividad no se nutre sólo de las visitas y los “me gusta” que reciben en sus redes, sino también del dinero público que les inyectan desde instituciones gobernadas por las derechas y de los ingresos percibidos por su colaboración en medios de comunicación de toxicidad contrastada. Ellos viven a cuerpo de rey, sin dar un palo al agua, mintiendo, y su estilo de vida se proyecta como un nocivo modelo a imitar por la juventud.

Quizás ayude a entender a estos cebones que retozan en el fangal, dejemos de llamarles individuos o personas, el hecho de que profesionales de la política como Tellado, Gamarra, Feijóo o Aznar ofrezcan una imagen de patetismo similar a la hora de justificar el desastre de gestión de la catástrofe por parte del PP valenciano y de desviar responsabilidades. Esa táctica ya les salió bien cuando lo del Prestige, lo del Yak 42 (72 víctimas), lo del metro de Valencia (43), lo del Alvia de Angrois (80) o las 7.291 víctimas en las residencias de Madrid.

Que gente iletrada repita el bulo de la paguita a los menas, pase; que personas maltratadas por el mercado laboral teman que ocupen su casa mientras compran el pan, pase; que a los 92 años se niegue el cambio climático, pase; pero que lo haga un licenciado universitario… explica lo de Alvise y Trump. No es de recibo que gente obligada a pensar, por formación y crianza, pregone que hay quien quiere ocultar los cientos de muertos del aparcamiento, que los impuestos son un robo y Andorra un paraíso digno de su presencia con su oscuro parné.

Irracionalidad y egoísmo son normas de las sectas, sean religiosas, económicas o políticas. Quien se encierra en las redes sociales y se distancia de sus semejantes correrá la misma suerte que un testigo de Jehová, un “kiko”, un yonqui del dinero o un cabeza rapada de la órbita de Vox: soledad y pérdida de criterio propio para analizar y comprender su entorno tras renunciar a los lazos familiares y de amistad, a sus raíces humanas. Igual que describió Sabina la vacía vida de Cristina Onassis: “Son tan pobres que no tienen más que dinero”.

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