A vueltas con la Monarquía
Antes de abordar el punto concreto de hoy conviene hacer algunas precisiones metodológicas que pueden ser de utilidad para esta y otras cuestiones políticas actuales. En primer lugar, conviene tener una visión estructural de la política enmarcándola en los condicionamientos económicos, sociales, históricos y culturales en los que dicha política se despliega. Desde un punto de vista materialista se puede defender una cierta autonomía de la política respecto de estos condicionantes materiales, pero esta autonomía no puede ser total, como sucede en el populismo y en algunas lecturas voluntaristas e idealistas del marxismo. La política no es todopoderosa ya que tiene que respetar no solo la legislación vigente sino que también sus posibilidades reales de transformación de la realidad tienen que hacer las cuentas con dicha realidad que no puede modificarse de cualquier manera y en cualquier dirección. Los condicionantes de la política son sincrónicos: la correlación de fuerzas actual, la legislación vigente, los concionantes económicos externos e internos, y diacrónicos: la memoria histórica de los diferentes grupos sociales y el peso actual de las decisiones pasadas. Como en el ajedrez, no solo hay que respetar las leyes sino que cada movimiento condiciona los movimientos siguientes y además no solo juega uno sino que el adversario, como aprendí en el ejército, es como poco tan inteligente como nosotros, si no lo es más. Por otra parte, las medidas políticas que se proponen tienen que ser el producto de consensos lo más amplios posibles, si se les quiere asegurar un mínimo de estabilidad y de duración. La imposición de medidas por escaso margen de apoyo además de generar reacciones fuertes en el momento tiene pocas posibilidades de consolidarse a lo largo del tiempo. La dificultad de desarrollar una auténtica hegemonía sustentada en una capacidad de liderazgo basada más en el convencimiento que en la coerción ha sido una de las características negativas del liberalismo español en el siglo XIX y del socialismo en los siglos XX y XXI que explican su debilidad estructural y la facilidad de reversibilidad de sus medidas por los conservadores y reaccionarios.
Aplicando estas premisas al caso del actual cuestionamiento de la monarquía podemos decir que la cuestión monarquía/república no es central actualmente para la mayoría de la población; y que la crítica a la institución monárquica no se puede basar primordialmente en la corrupción de Juan Carlos I, ya que la corrupción no solo afecta a las monarquías sino también a las repúblicas. La corrupción siempre es privada, aunque requiera de un entramado institucional que la facilite o al menos no la dificulte, entramado formado por instituciones como el Gobierno, medios de comunicación y potencias exteriores ,y mecanismos financieros internacionales como paraísos fiscales y legislación permisiva. Por ello hay que desarrollar con carácter urgente una Ley de la Corona que limite radicalmente la inviolabilidad del monarca exclusivamente a los actos que ejecute como Jefe del Estado; que aumente la transparencia de las cuentas de la Casa Real y que delimite claramente las actuaciones del Rey en tanto que embajador extraordinario para evitar el cobro de comisiones por sus labores de intermediación en la consecución de tratados y contratos por parte del Estado español y las empresas del país. Lo anterior puede tener un efecto a corto plazo de afianzamiento de la Corona, frenando su creciente deterioro, pero eso no es óbice para seguir planteando a medio plazo la cuestión de la decisión entre monarquía y república en el marco de una renovación de la Constitución, porque la clave de dicha discusión no se encuentra en la honorabilidad y honradez de la persona del rey sino en la evaluación de las características intrínsecas de la monarquía y la república como formas de Estado, evaluación que tiene que hacerse a partir de criterios generales y no centrados en unas personas o circunstancias concretas y definidas.
La crítica a la monarquía tiene que ser teórica e histórica a la vez. En primer lugar ,hay que recordar que la institución monárquica es la que mejor conserva los tres aspectos que ya desde los indoeuropeos ha presentado el poder en nuestras culturas: el aspecto sagrado, numinoso; el monopolio de la violencia y el aspecto benéfico de fomento de la riqueza y el bienestar de los súbditos. El monarca es el representante de Dios en la tierra y tiene todavía un halo de excepcionalidad que resurge una y otra vez en los debates sobre las actuaciones del rey emérito. En ese sentido una crítica de la monarquía en su esencia ha de insertarla en el proceso de secularización y racionalización crecientes que ha supuesto el desarrollo del Estado moderno. Una ventaja de la república sobre la monarquía es esa neutralización del aspecto divino, taumatúrgico, del poder político, debido a que la república es un poder fundado secularmente, sin apelación a la divinidad. De igual manera, una república parlamentaria, no presidencialista, ya que este tipo de república no se puede distinguir de un modelo de monarquía electiva, es un adelanto en la democratización del poder que pasa de estar en las manos de un individuo a residir en los representantes de la nación, distribuyéndose de esta manera entre los ciudadanos. La mayor democratización de las repúblicas se deriva también del carácter electivo del Jefe del Estado frente al principio sucesorio de las monarquías.
Junto a estas criticas esenciales y estructurales de la monarquía se pueden hacer otras en el caso español acerca de la falta de legitimidad de origen de la monarquía actual , producto inicial de la instauración de la monarquía por el dictador y que solo tras la abdicación de don Juan se puede considerar una restauración de la legitimidad dinástica. Es verdad que esa falta de legitimidad de origen se palió en parte con la aprobación de la Constitución de 1978, pero habría que recordar otra vez más, las circunstancias de la transición que culminó en la aprobación de dicha Constitución y que distó mucha de ser ese acuerdo entre iguales que sus hagiógrafos dibujan . Hay que recordar de nuevo que la transición no fue un acuerdo simétrico entre iguales , sino la aceptación por parte de la oposición de unas condiciones mínimas para el establecimiento de una democracia homologable, a cambio de renunciar al enjuiciamiento del régimen que lavó sus culpas a través de la ley de amnistía, que dejó sin castigo cuarenta años de dictadura y represión. Los cambios quedaron limitados al nivel político, permaneciendo el ejército, la policía, la judicatura, la economía, los medios de comunicación y la iglesia sin ningún cambio. Una ley electoral injusta con las minorías fomentó un bipartidismo imperfecto con el efecto colateral de primar en las nacionalidades históricas a las formaciones nacionalistas. Clave esencial en este cambio fue el mantenimiento de la monarquía instaurada por el dictador como garante de la continuidad con la dictadura. Fue precisamente esta continuidad la que aseguró la neutralidad ante el cambio democrático de las facciones más reaccionarias de las fuerzas vivas franquistas. Es también esa continuidad la que asegura la actual defensa de la monarquía por parte de amplios sectores de Vox e incluso del PP que ven la monarquía como un dique para poner límites a las aspiraciones democráticas de la ciudadanía. Prueba de eso es la llamada constante de los sectores ultras del ejército y la magistratura a la actuación política del rey en contra de lo que ellos consideran derivas peligrosas del actual gobierno de centroizquierda. Llamadas, por cierto, que no han sido rechazadas ni denunciadas con la contundencia necesaria por parte de la propia casa real, la cual participa de la equidistancia con la que la derecha enjuicia la guerra civil y la dictadura que la siguió considerándolas como “un largo periodo de enfrentamientos y divisiones” en el que las dos partes compartieron las culpas por igual.
Todo lo anterior no puede ocultar que la discusión sobre la monarquía no es un tema prioritario en la actual agenda política, dominada por la necesidad de gestionar la pandemia, revertir los efectos de la crisis económica haciendo un uso inteligente de los recursos, especialmente de los que vengan de Europa, para evitar que se convierta en una crisis social, y hacer frente a los intentos desestabilizadores del independentismo nacionalista replanteando la cuestión territorial en dirección a un federalismo simétrico y solidario.
En ese sentido los esfuerzos de Podemos por poner la cuestión de la monarquía encima de la mesa no son más que una huida hacia adelante para intentar marcar una posición autónoma en el seno del gobierno de coalición en el que sienten que en las cuestiones relevantes se les ignora. IU y el PCE, que sí han sido republicanos siempre, han manejado esta cuestión con más flexibilidad, conscientes de que hoy por hoy la mayoría de la población no quiere plantear ese problema y de que, por tanto, la lucha por la república es una cuestión a largo plazo en la que hay que conseguir amplios consensos. Una formación como Podemos que nunca ha sido republicana, que no ha sentido como suya las cuestiones del exilio y de la memoria histórica por suponer que eran temas de la vieja política , cuestiones ligadas al mantenimiento de la bandera roja de la que ellos se querían distanciar, temas del pasado frente a los que ellos preferían mirar hacia el futuro, no puede aparecer ahora como la más firme defensora de la república. Como ejemplo último y bochornoso las recientes declaraciones de Pablo Iglesias situando a Puigdemont por delante en su apreciación política del rey emérito y equiparando la fuga ante la justicia del expresidente de la Generalitat con el exilio republicano. Dichas declaraciones , aparte de demostrar una ignorancia absoluta de la historia, como juicio político y ético son impresentables. Un político cuya legitimidad se derivaba de un ordenamiento legal que quiso forzar desde el poder aprovechando una exigua minoría en escaños (otra vez la asimetría de la ley electoral) que no de votos, y que sigue viviendo en su exilio dorado aprovechando el garantismo de unas leyes que quiso derogar , se equipara a los que tuvieron que irse al exilio como consecuencia de la derrota militar de un gobierno legitimo como el republicano. No se criminaliza el independentismo cuando se dice que los políticos que han intentado romper el propio orden constitucional que les ha convertido en dirigentes son delincuentes que tiene que responder de sus actos ante los tribunales. Y no se puede argüir para exonerarlos de sus delitos que lo hicieron por sus convicciones ya que todos los políticos actúan por sus convicciones, desde Trump y Tejero hasta Martin Luther King y Obama. Intentar minimizar el alcance de sus conductas bajo el rótulos de la defensa de la libertad de expresión pretende ignorar los efectos performativos del lenguaje que hace que cosas dichas en un entorno preciso (como una sesión plenaria del Parlament) tienen unos efectos jurídicos y políticos que no tienen en otro entorno (como un artículo de prensa o un discurso electoral). La proclamación unilateral de la republica catalana, aunque fuera durante unos escasos minutos, es un acto que rompe con la legalidad vigente, y que por lo tanto exige castigo, y no la simple expresión de una opinión política. Y no se puede defender una pretendida legitimidad externa y previa a la legalidad si no se acude a las viejas (y conservadoras) teorías del derecho natural, fundamento inconfesado de muchas de las teorías soberanistas que dan por supuesto lo que precisamente hay que demostrar: es decir, que el sujeto de la soberanía no es el pueblo español en su conjunto sino unas pretendidas naciones naturales que una y otra vez pugnan por convertirse en estado sin conseguirlo dado su estatuto de minoritarias en el conjunto del Estado e incluso en el seno de sus propias nacionalidades. En ese sentido criticar que el Rey, como jefe del Estado, condene los intentos de secesión respecto a dicho Estado es absurdo. Cualquier jefe del Estado tiene que defender “la permanencia y unidad” del Estado del que es representante. (Así lo hizo la II República también frente al separatismo catalán de aquellos años).
Todo lo anterior no impide que haya llegado el momento de replantear el legado de la transición y abrir la cuestión de la reforma de la Constitución en muchos puntos, y también en la cuestión de la jefatura del Estado, pero como se trata de hacer unas reformas que sean sostenibles en el tiempo y no flor de un día, es preciso llegar a consensos amplios para estos cambios y no intentar imponer un frágil mayoría coyuntural para hacer reformas no suficientemente debatidas ni deseadas por el conjunto de la ciudadanía.