A vueltas con la postmodernidad
Los movimientos fascistas pueden ser considerados como las llagas de una democracia que no está todavía plenamente a la altura de su propio concepto. (Adorno, “Aspectos del nuevo radicalismo de derecha”, 1967).
Ya desde su origen en la Ilustración, si no tenemos en cuenta la proto-modernidad del Renacimiento y Barroco, la Modernidad se vio acompañada de su sombra , producto de su autorreflexión y conciencia de sus límites. Esta sombra, que podemos denominar romanticismo, tenía dos versiones: una directamente antimoderna que suponía el retorno a lo premoderno; y otra que podríamos denominar, anacrónicamente, postmoderna, por ir detrás de la modernidad recogiendo su legado positivo y además por ser consciente de sus carencias y costes. En ese sentido, y retomando el enfoque de Eugenio d’ Ors sobre el Barroco que lo consideraba un modelo intemporal más que una determinada época histórica, podemos considerar que la oposición ilustración/romanticismo se ha repetido desde su primera aparición histórica a fines del siglo XVIII varias veces en la historia occidental. A fines del siglo XIX también se da una reacción antipositivista y mística que tuvo su expresión artística en el simbolismo y el decadentismo entre otros movimientos. En los años veinte se da una oposición entre el positivismo y determinismo cientificista y un neorromanticismo antimoderno que tuvo en el fascismo y el nazismo su expresión de derechas, y en el expresionismo y el romanticismo marxista de Bloch, el joven Lukács, Brecht e incluso Mariátegui, su versión de izquierdas. Por último y como resultado del mayo del 68 también se dio una reacción contra la modernidad capitalista dominante que ya se pudo llamar propiamente postmoderna y en la que se enfrentaron una antimodernidad como la del papa Wojtyla y una postmodernidad de izquierdas en las figuras de Lyotard, Vattimo y Sousa Santos entre otros. El modelo, pues, se repite: una modernidad dominante capitalista, positivista y mecanicista por un lado, y luego una postmodernidad antimoderna que no ha sido nunca moderna y que aprovecha los fallos de la modernidad para rechazar en bloque su legado, especialmente lo más progresista: los anhelos de libertad, igualdad y fraternidad y las aspiraciones democráticas universales ,y una postmodernidad que continúa los impulsos liberadores de la modernidad siendo consciente, no obstante, de que dicha modernidad no ha sido universal, sino parcial, que no ha afectado a todos los aspectos de la vida humana por igual y, sobre todo, que no ha sido sin costes.
Los impulsos que se pueden recuperar del romanticismo en todas sus apariciones postmodernas, que no antimodernas, se centran en la idea de un hombre completo que ha reconciliado su razón con los sentidos y los sentimientos y que rechaza la mutilación a la que la modernidad capitalista ha sometido a los individuos; en la idea de una sociedad fraternal y democrática humanizada; y en una relación con la naturaleza que no se limite a su explotación unilateral sino que tenga con la misma una relación estética, de contemplación, y una interacción con ella que busque su desarrollo armonioso y sostenible, y no su esquilmación.
Pensamos que es esa última posición la más prometedora para salir del estancamiento y la crisis actuales. La modernidad capitalista que ha eliminado o congelado todas las posibles alternativas modernas que aspiraban a superar el capitalismo no da ya más de sí, su agotamiento es palpable, sobre todo por sus elevados costes humanos y ambientales. Pero
esta conciencia de fracaso no puede hacernos caer en un retorno, por otra parte imposible, a una situación premoderna estamental y jerárquica, gobernada por ideologías trascendentes, místicas, patriarcales, y destructora del medio ambiente. Solo una modernidad consciente de sus límites y de sus costes, pero que no renuncia a sus valores y pretende liberarnos de su sumisión a los imperativos de la economía capitalista y de la ideología neoliberal, puede estructurar una ideología capaz de hacer frente a los retos de la actualidad. Una postmodernidad ‘moderna’ que no se deja seducir por los cantos de sirenas del irracionalismo teológico, del individualismo ideológico y de la economía neoliberal. Que reconoce los errores de la modernidad, pero no se entrega alegremente a cualquier proclama antimoderna, antiburguesa, antiblanca, antimasculina, sin analizar si supone una mejora o un retroceso respecto de los estándares democráticos actuales.
La modernidad ilustrada ha desarrollado la ideología más avanzada y democrática que ha aparecido hasta la fecha en la historia universal. Su problema principal no es el universalismo, sino precisamente que el universalismo proclamado no era aplicado completamente dejando fuera amplias capas de la población, las mujeres, los no blancos, etc. La cuestión no es, pues, oponer los particularismos identitarios a las proclamas universalistas sino tomarles la palabra y exigir que el programa libertador e igualitario ilustrado, se cumpla hasta el final. Para ello hay que separar de forma neta la modernidad del capitalismo, insistiendo en que el tipo de modernidad dominante ha sido una sola de las posibles y su triunfo ha exigido la eliminación o congelación del resto de alternativas posibles. Como nos recordaba Walter Benjamín, la historia la escriben siempre los vencedores, y por ello hay que volver la mirada hacia los vencidos y rescatar las posibilidad que los mismos defendieron y que continúan ahí disponibles como una reserva de valores que pueden enriquecer en gran medida la situación actual. La consideración de las víctimas de la historia no es solo una exigencia de justicia y de reparación de las injusticias cometidas con ellas sino también una ocasión para reactivar posibilidades históricas y vitales no desarrolladas y que guardan intactas sus virtualidades liberadoras.
La postmodernidad romántica en su versión de izquierdas retoma la idea del filósofo alemán Ernst Bloch de ‘no-contemporaneidad’, aludiendo con ello a los residuos arcaicos, precapitalistas, todavía vigentes como huellas, como trazas del pasado en el presente, a pesar del triunfo de la modernidad capitalista, que han sido las víctimas de dicha versión de modernidad y que gruñen y protestan en sus márgenes. Para Bloch y los posmodernos de izquierdas hay que tener en cuenta esas supervivencias arcaicas, no contemporáneas, y retomar sus virtualidades anticapitalistas, no abandonándolas a los intentos de la extrema derecha de capitalizar ese descontento en clave antimoderna, antidemocrática y antiliberal en nombre de un neoliberalismo económico y una ideología cultural y vital ultrareaccionaria. Precisamente Adorno ya en 1967 analizaba el resurgimiento contemporáneo de la extrema derecha basado en la persistencia de las “premisas sociales del fascismo”, fundamentalmente la concentración del capital global y el desclasamiento de algunas capas medias y populares; la centralidad del nacionalismo y el carácter irresuelto de las democracias actuales, muy lejos de cumplir sus promesas. Por su parte ya Bloch en su libro Herencia de nuestro tiempo de 1935 identificaba los tres elementos que definían al fascismo alemán como: el declinar del centro político; la deformación de los elementos no contemporáneos y su sumisión a los intereses de los grandes negocios; y el propio declinar del capitalismo. Frente al “iluminismo parcial” que ha desplegado la modernidad capitalista al alejar de si los antiguos sueños utópicos y heréticos de una vida mejor reconciliada, Bloch propone, en su primer libro El Espíritu de la utopía, que lo que hay que hacer con estos sueños diurnos, con estas aspiraciones insatisfechas, es validarlos y asumirlos como una herencia aprovechable, sin abandonarlos a su recuperación por el fascismo renaciente. El materialismo blochiano en esta obra y en las sucesivas es un materialismo dinamista de raíz aristotélica, hegeliana y marxista que se opone al realismo ingenuo y al objetivismo pasivo del positivismo decimonónico. Su noción de materia es dinámica y está preñada de virtualidades y posibilidades no desarrolladas que pugnan por actualizarse. Es una materia abierta al horizonte utópico que anticipa posibilidades que ya se insinúan en la realidad actual y que solo esperan las condiciones adecuadas para hacerse presentes.
En ese sentido no se puede abandonar ideas como la de libertad o incluso la de patria en manos de la derecha y de la extrema derecha, porque dichas ideas son más necesarias para los más humildes, pretendida clientela de la izquierda, que para las clases más pudientes. No se trata de rechazar la idea de libertad sino de denunciar las limitaciones que la misma sufre a manos del neoliberalismo, exigiendo que las libertades puramente formales se hagan reales, lo que requiere unos mínimos de riqueza en manos de todos los ciudadanos. La libertad tiene que ser universal y no solo para los que tienen medios económicos de disfrutarla. De igual manera, la idea de patria no se agota en una historia compartida, en la que las clases dominadas han sido siempre sojuzgadas, sino más bien en un proyecto democrático, fraternal e igualitario que no puede convivir con la miseria de los compatriotas en el interior y mucho menos expandirse de forma agresiva en el exterior y que se basa en una memoria histórica que hace justicia a los vencidos y a las víctimas, que en el caso español han sido precisamente, como resultado de una perversa selección negativa, los mejores, los más desarrollados cultural y económicamente, los más liberales ideológicamente y los más tolerantes en sus costumbres. Ya desde la expulsión de los judíos y la conversión forzada de los musulmanes que, junto con la expansión americana, han sido los elementos constitutivos de la nación española, pasando por la expulsión y persecución de los erasmistas, protestantes, judeo- conversos y moriscos en los siglos XVI y XVII, de los ilustrados en el siglos XVIII, de los liberales y republicanos en el siglo XIX, y de los comunistas y socialistas en el siglo XX, la historia de España ha sido un proceso de exclusión de las minorías más progresistas y avanzadas en beneficio de las capas más tradicionales y retrasadas del país. La debilidad de nuestro Renacimiento, de nuestra Ilustración y de nuestro liberalismo han sido elementos que han supuesto unas trabas casi insuperables para conseguir un desarrollo económico y cultural paralelo al resto de los países de nuestro entorno. Las carencias de nuestra burguesía han impedido un desarrollo dinámico y autónomo del capitalismo en nuestro país que ha necesitado siempre la muleta del Estado y se ha visto sometido a la dominación extranjera hasta prácticamente nuestros días. El peso de los factores antimodernos ha lastrado siempre nuestra débil modernidad y precisamente la postmodernidad tiene que superar a la vez las deficiencias de nuestra débil modernidad y el peso de nuestras fuerzas antimodernas dominantes.
El carácter cosmopolita, que no universal, y el neoliberalismo globalista de la modernidad capitalista dominante ha dejado atrás a una gran cantidad de individuos y grupos que se ven como víctimas de la globalización salvaje que se ha desarrollado en los últimos tiempos y que tienden a atribuir a la modernidad y no al capitalismo la causa de sus males y por ello piensan que una vuelta a sus identidades premodernas o arcaicas es su mejor defensa. Campesinos, indígenas, trabajadores de la industrias obsoletas, jóvenes, mujeres, se sienten marginados por la globalización y se refugian en sus identidades como defensa. En ese sentido se produce una recuperación de todas las ideologías premodernas y arcaicas sin ser sometidas a ninguna crítica y se oponen no solo al capitalismo sino fundamentalmente a la modernidad como forma de vida liberal, tolerante y con pretensiones universalistas. Frente al capitalismo uniformizado y uniformizador se erige un multiculturalismo excluyente, atomizado y autista, que refuerza los valores autóctonos de cada tradición cultural contraponiéndolos a los de las demás culturas. Pero habría que recordar que frente al uniformismo cultural y económico del capitalismo neoliberal la salida no es el multiculturalismo excluyente y autista (cada loco con su tema) sino una interculturalidad igualitaria que establezca relaciones entre las diversas culturas mediante el diálogo sin prejuicios y sin imposiciones, y que favorezca la hibridación y el mestizaje cultural mediante la reproducción cruzada de los diversos genes culturales, en lugar del monocultivo cultural aislado y excluyente. Igual que en biología también en el encuentro cultural es más favorable a la supervivencia y al enriquecimiento de cada conjunto genético la exogamia, la apertura reproductiva al otro, que la clausura endogámica en lo propio. No hay pureza posible, ni en la biología ni en la cultura, y si la pureza total fuera viable conduciría a la esterilidad por la eliminación de la variedad en beneficio de la uniformidad.
En ese sentido no es de recibo que, por odio a la modernidad capitalista, se ensalcen posturas radicalmente antimodernas como el radicalismo islámico o algunas culturas indígenas, que son integristas en el aspecto religioso, y patriarcalistas y misóginas en la vida cotidiana. No cualquier ataque a la modernidad tiene que ser acogido favorablemente sin someterlo a crítica. No se puede olvidar el rasgo definitorio de la ilustración moderna: atrévete a ser libre y a saber; esfuérzate por salir de la minoría de edad ;y la idea de un tribunal de la razón ante el que todas las ideologías tienen que comparecer. Solo las ideologías o propuestas que demuestren ir más allá que la ilustración en universalidad, libertad, igualdad y fraternidad podrán ser defendidas, y muchas propuestas islamistas o indigenistas no cumplen dichos requisitos y suponen un claro retroceso respecto a los valores y derechos defendidos por la modernidad, incluso en su versión liberal capitalista.
Aunque una crítica de la modernidad sin matices puede ser compatible con posiciones de derecha y todavía más con las actuales posiciones de extrema derecha, en cambio no cualquier crítica a la modernidad es aceptable desde posiciones de izquierda. No se puede olvidar que el socialismo y el comunismo son críticas modernas de la modernidad, es decir críticas de los aspectos en los que la modernidad capitalista no ha estado a la altura de sus ideales y ha utilizado un universalismo ideológico para encubrir un particularismo real.