Acerca del amor
Empecemos citando tres versos de Claudio Rodríguez de su poema ‘Sin leyes’: «Como una guerra sin — héroes, como una paz sin alianzas, — ha pasado la noche. Y yo te amo». Tan simple y tan grande como eso. Álvaro Cunqueiro, en ‘Merlín y familia’ (1955), se pregunta: «¿Qué cosa es amor, que no sabe ni cuándo nace ni cuándo muere?». Porque «el amor es un trabajo difícil ⸺le hace decir Agustín Fernández Mayo a uno de sus personajes en ‘Nocilla Dream’ (2006)⸺, amar es lo más difícil que he hecho en toda mi vida». Y el escritor portugués José María Eca de Queiroz, a finales del XIX, en ‘Memorias de una horca’, escribía: «Su crimen era el amor, al que Platón llamó misterio y al que Jesús llamó ley».
Los libros sagrados hinduistas, llamados Upanishads (escritos en sánscrito entre los años 800 y el 400 a. C.), aclaran: «En el saber estudiamos la variedad de las cosas, las definimos y comprendemos, y así las dominamos: es la ciencia. Pero en el amor puro contemplamos las cosas sin deseo de posesión, sólo por el gozo de la contemplación: es la poesía». Felipe Ximénez de Sandoval lo explica de manera más simplista: «El amor es un avión que no necesita referencia a tierra para saber que está volando», redundando en la idea de que el amor es ciego (como la insurrección para Chesterton en ‘El hombre que fue jueves’ (1908) donde dice: «La revolución no se piensa, se hace»). Chejov, en uno de sus cuentos, precisamente llamado ‘Del amor’, escribe: «Comprendí que cuando uno ama y piensa en ese amor, tiene que partir de algo más elevado, más importante que la felicidad o la desgracia, más importante que el pecado y la virtud en su sentido más vulgar; o, mejor, que no hay que pensar en absoluto». Julio Cortázar, en ‘Rayuela’ (1963), desemboca en la casualidad: «Lo que mucha gente llama amar consiste en elegir a una mujer y casarse con ella. La eligen, te lo juro, los he visto. Como si se pudiese elegir en el amor, como si no fuera un rayo que te parte los huesos y te deja estaqueado en la mitad del patio. Vos dirás que la eligen porque-la-aman, yo creo que es al verse. A Beatriz no se la elige, a Julieta no se la elige. Vos no elegís la lluvia que te va a calar hasta los huesos cuando salís de un concierto».
Para Antoine de Saint-Exupery, el autor de ‘El principito’: «Amor no es mirarse el uno al otro, es mirar juntos en la misma dirección»; y, el novelista melodramático francés Jules Barbey D’Aurevilly, en ‘Las diabólicas’ (1874), encuentra la belleza del amor en algo simple: «Saber escuchar constituye un atractivo».
«Amar es encontrar en la felicidad de otro la propia felicidad», dirá Leibniz; «En el verdadero amor, el alma oculta el cuerpo», dirá Nietzsche; «Sólo por el amor puede el hombre librarse de sí mismo», dirá Hebbel; y Neruda poetizará en ‘Fulgor y muerte de Joaquín Murieta’ (1967): «No es verdad que el amor quema y se para, no es verdad que se apaga con un beso».
Mujica Láinez, autor injustamente solapado por ser coetáneo y contemporáneo de García Márquez, exclama en ‘El unicornio’ de 1965: «Todo gran amor es imposible y en eso finca su grandeza». «Estar enamorado es grande» reconocerá Francis Scott Fitzgerald en ‘Los cuadernos’ (1945), y seguidamente explica que «uno recibe un montón de cumplidos y empieza a pensar que es un gran tipo».
El escéptico Ambroise Bierce (1842-1914) pensaba que: «La noche está hecha de promesas de amistad eterna» y de ahí vienen los amores rápidos y quizá efímeros (puede que el flechazo). «Porque amor que presto es venido, más presto es perdido», reconoce Joanot Martorell en ‘Tirant lo Blanch’ (1490); e Isak Dinesen, en ‘Siete cuentos góticos’ (1934) añade: «El amor entre personas demasiado jóvenes es un asunto en que no interviene el corazón».
Henry James venía a predicar que el amor exclusivo entre un solo hombre y una sola mujer era una crueldad. Paul Geraldy, siguiendo la misma línea decía: «El amor es el esfuerzo que hace un hombre para conformarse con una sola mujer». Y, en el ‘Fausto’ de Goethe se puede leer: «¡Cuán fea se muestra la fealdad cerca de la belleza!».
Una realidad bárbara en la América profunda (esperemos que de tiempos pasados) venía a decir: «La mujer virgen es la que corre más que su hermano» -perdonen la animalada-; aunque Napoleón afirmaba que «la única victoria sobre el amor es la huida»; y Montaigne: «Lo primero que hace una mujer cuando quiere que un hombre le alcance, es echar a correr». Es como el antiguo chiste -y seguimos con las salvajadas- de dos bujarrones que jugaban al escondite y el perseguido dijo al otro: «Si me encuentras me sodomizas, si no estoy en el armario». Alfred Perlès advertía que el orgasmo es el enemigo del amor o, dicho en francés, que es más fino: «L’orgasme est l’ennemi de l’amour». Y, en Oficio de tinieblas 5 (1973), Camilo José Cela concluye: «y recuerda siempre que el amor no es un deporte de caballeros sino una iluminación gorrina».
El desamor es otra extensión del amor. Nadie desama lo que no ha amado. Dante apunta en la ‘Divina Comedia’ (1304) que «No hay mayor dolor en el infortunio que recordar el tiempo feliz».
Etcétera. Esto es tan solo un apunte. Todo el que escribe se ha pronunciado respecto al amor. Lo único cierto es su necesidad. «Sin amor, estaríamos como niños perdidos en la inmensidad del cosmos», decía José Ortega y Gasset.