Antropofagias
Fernando Savater apuntó que el canibalismo no era gastronomía, haciendo una comparación sobre los límites que se traspasan en no recuerdo qué argumento; y Manuel Vicent, abundando en el mismo argumento, escribía: «admito que el toreo sea un arte si a cambio me concede que el canibalismo sea gastronomía». Sin embargo Ambrose Bierce en ‘El diccionario del diablo’, apunta que el caníbal es un «gastrónomo de la vieja escuela, que conserva los gustos simples y la dieta natural de la época preporcina». Ahí está el debate.
Sobre el mes de marzo de 2013 se rodó por el Paseo de los Tristes, si no recuerdo mal, la película de ‘Caníbal’ de Manuel Martín Cuenca que, según reza la sinopsis, «narra la historia de Carlos, el sastre más prestigioso de Granada. Un hombre respetable. Su vida es el trabajo y comer. Pero no cualquier cosa. Carlos es Caníbal. Se alimenta de mujeres. Turistas, forasteras, desconocidas con las que no tiene ningún vínculo emocional». Observando este llamado, no tenemos más remedio que acordarnos de ese otro caníbal cinematográfico, Hannibal Lecter/Anthony Hopkins en el de ‘El silencio de los corderos’ basada en la novela homónima de Thomas Harris (1988).
Joan Perucho nos habla del enigmático ‘Tratado de Carnes’ de Don Faustino de la Peña, cocinero de su majestad en el siglo XIX, que, en su florilegio de sabores, refería la carne humana como algo salobre, «aunque la de tierno infante se asemeja a la del cochino». «Esta clase de carne en estado joven —cuenta literalmente— no tiene mal olor ni sabor; es más delicada que la del cerdo, a la que se asemeja; es de fácil digestión».
La antropofagia en general no se practica por gusto. A veces se practica por necesidad (por necesidad los musulmanes pueden comer carne de marrano o los judíos de ave de uñas retorcidas). Podemos recordar algunas historias de naufragios, como en el cuadro de ‘La balsa de la Medusa’, ese episodio real que retrató maravillosamente Théodore Géricault a principios del XIX; o de accidentes aéreos como la aventura de ese equipo uruguayo de Rugby que se estrelló en los Andes cuando viajaba de vuelta de un encuentro y se vieron obligados, al cabo de equis días, a comer carne humana. (La película ‘Viven’ nos cuenta el suceso con todo detalle.)
Francisco Ayala va más allá y reconoce en su ‘Historia de macacos’ (1955): «lo que pasa es que a todos nos gustaría probar la carne humana». Julio Verne ya lo decía en ‘Cinco semanas en globo’ (1863): «en caso necesario, se come lo que se encuentra, aunque sea a un semejante, lo que, sin embargo, constituye una comida que debe dejar no sé qué en el corazón». Julio Camba, en ‘Sobre casi todo’ (1927) opina que «los hombres más leales, más sinceros, más nobles, más candorosos y más buenos del mundo se los encontró el capitán Cook en Oceanía; pero estos hombres tenían un pequeño defecto: eran antropófagos».
Al final, sin embargo, todo queda resumido en los ‘Escritos breves’ de Alfred Jarry cuando advierte: «hay, como se sabe, dos formas de practicar la antropofagia: comer seres humanos o ser comido por ellos».