Bogad, bogad, malditos
No sé qué es peor, si idealizar a un personaje o personalizar los ideales, en cualquier caso, ambas cosas denotan la manifiesta pobreza democrática que padecemos en estos tiempos. Como no soy partidario de casi nada, no milito en partido político alguno, no obstante, tanto por la educación recibida como por el camino ya recorrido, poseo querencias indisolubles y una inclinación a cierto lado de esta, llamémosla balanza, que desde el 28 de agosto de 1789 y para no liarnos, la Asamblea Nacional Constituyente que surgió de la Revolución Francesa, tuvo a bien identificar sus polos, como izquierda uno y derecha otro. Soy de natural inquieto y un tanto desconfiado, cauto quizá, por eso suelo andar de puntillas por la barra de dicha balanza, por eso y por no caer en el platillo, lo cual me condenaría para toda la eternidad y privaría al mismo tiempo de observar lo que pudiera estar ocurriendo al otro lado. Y porque no soy de extremos, diantre, que es una de las cosas que quisiera aprovechar para denunciar, eso y la idiotez que se ha adueñado de un sinnúmero de ciudadanos: votantes que no votan, contribuyentes que no pasan de apoquinar mohínos lo que Hacienda les reclame, sin olvidar, por supuesto, a aquellos que defienden con vehemencia a tal o cual líder político sin haber leído un solo punto de su programa electoral, esos que se denominan a sí mismos de ideas claras, aunque en realidad son más bien de ideas fijas. Sí, me refiero a esos que viven en el extremo de la balanza, colgados, agarrados con sus frágiles deditos al cortante filo del platillo, impedidos de ver, oír y saber, qué pasa en el otro lado, hacia dónde se inclina la aguja, si sufre o chirría el soporte o tan siquiera, lo tranquilos que pacen esos pocos que ocupan el más cómodo y llano lugar de su mismo espacio. Tirad, tirad, les dicen estos, tirad que vamos ganando. Aunque sería más honesto eso de, bogad, bogad, malditos, cual cómitre que hace restallar el látigo junto a los tímpanos de unos sufridos galeotes.
Vivo perplejo, lo confieso, apenado y triste por tan inmundo espectáculo, alejado cada vez más de causas perdidas, convencido al fin de que las cosas siempre han sido así y siempre así serán. Me he resistido a asumirlo durante años, pero ya no puedo más, lo siento, creo que he empezado a observar las cosas, consciente de que por más que digamos o hagamos, por más que nos empeñemos en advertir, en aleccionar, en demostrar, nada va a cambiar, es más, me atrevo a afirmar que vamos a peor. Cada vez más en los extremos, los unos y los otros, cada día más alejados los unos de los otros. Y que por eso es imposible dialogar, oírse, verse. Y que si elevamos la voz solo es para gritar, para expresar el odio que nos profesamos, ese odio que nos inoculan. Pero nunca para conocer, comprender y saber qué nos une, en qué podemos coincidir y conectar. No, perdidos y desesperados buscamos a alguien que nos diga lo que queremos oír, alguien que arroje luz sobre estas tinieblas, un mesías que nos alumbre el camino, un líder sobre el que depositar nuestras esperanzas, nuestro destino, para que cual ovejas ciegas fiadas en su pastor, balar al son que nos toque, esa melodía enaltecedora de aquellos ideales en los que siempre quisimos creer, una música que aunque en verdad sea una suma de atonalidades insoportablesla escucharemos como un himno celestial.Síntoma de nuestra propia estupidez infinita, evidencia que nos negaremos a admitir, como buenos necios, para así dar la razón, qué importa si al Eclesiastés, a Aristófanes o al más contemporáneo Albert Einstein.
El ruido es ya ensordecedor, la muchedumbre de la que todos formamos parte clama y ni tú ni yo somos diferentes, estamos todos condenados, viajamos en la misma nave. Grilletes invisibles nos atrapan, el ritmo de un tambor nos lleva a compás, el látigo corta el viento silbante y azota nuestros hombros desollados, nuestras manos encallecidas y sangrantes se aferran a los remos de esta galera y una voz aguardentosa vocea: Bogad, bogad, malditos.