¿Brasil es aquí?
Andaba Caetano Veloso cantando sobre pobreza y racismo en su país y de pronto cantó una cosa en un verso y la contraria en el siguiente:
O Haiti é aqui
O Haitinão é aquí
Mutatis mutandi, lo de Brasil no es como lo de aquí. O sí. Viendo el magnífico documental La democracia en peligro (Democracia emvertigem) de la joven cineasta Petra Costa (Belo Horizonte, 1983) uno tiene sus dudas. Dudas razonables. Hay todo un océano entre América Latina y Europa. Miles de kilómetros de mar y una historia muy diferente, o quizás no tanto. Aquí hemos tenido la suerte de estar en el lado norte del mundo, pero también la desgracia de ubicarnos demasiado al sur para ser norte de pleno derecho. Allí fueron colonia mientras aquí éramos colonizadores. Así fue hasta el siglo XIX. Con la independencia, Brasil se convirtió en destino de emigración para decenas de miles de europeos expulsados por la mecanización de la agricultura, por una revolución industrial que no era capaz de absorber a toda la mano de obra ociosa que generaban las máquinas. Y se fueron atraídos por la promesa de tierras vírgenes para cultivar, donde mantener la vida digna que Europa les negaba. Mucha gente no lo sabe en Europa, pero cuando llegas a una ciudad llamada Gramado, perdida en la sierra “gaúcha”, en el estado de Rio Grande do Sul, podrías pensar perfectamente que estás en Baviera: el paisaje verde, las casas de vigas de madera oblicuamente cruzadas, los niños rubios que pasean por las calles de la mano de madres y padres no menos rubios no sugieren otra cosa. Y no, no se trata de descendientes de nazis huidos tras la segunda guerra mundial. No hubo tanto nazi huido para explicar tanta gente rubia. Si uno va un poco más al norte, al estado de Paraná, un vistazo rápido a la guía de teléfonos nos haría creer que estamos en Polonia o en Ucrania, si no fuera porque tras los apellidos eslavos hay nombres como Márcio o Terezinha. Así creció Brasil, con millones de blancos de origen europeo, millones de negros descendientes de esclavos africanos y cada vez menos indígenas. Con blancos que son casi negros cuando son pobres, que diría Caetano, y mulatos que son casi blancos cuando son ricos.
Llegar al siglo XX es descubrir que la historia reciente de Brasil tiene más de un elemento común con la que nos tocó padecer por aquí. Allí tuvieron una dictadura militar que puso fin a un gobierno progresista salido de las urnas. Aquí también. Allí tuvieron una transición democrática basada en el olvido. Como aquí. Allí la dictadura era una continuación del caciquismo por otros medios cuando la democracia hacía el menor intento de avanzar en justicia social. Aquí también. Allí el capitalismo creció intercambiando favores con el poder político más que a base de emprendimiento, riesgo, innovación. ¿Nos suena? Allí las familias que controlan los medios se cuentan con los dedos de ambas manos. Aquí… quizá con una mano nos sobraría algún dedo. Varían los tiempos y los tempos. Los hechos no tanto.
Pero si nos venimos al pasado más reciente y más concreto,es muy recomendable ver La democracia en peligro no solo para entender, desde muy dentro, lo que ha pasado en Brasil en los últimos años, desde la caída de la primera mujer presidenta del país, DilmaRouseff, hasta el triunfo del ultraderechista Bolsonaro, sino también para identificar los patrones argumentales que unen lo ocurrido en aquel país con campañas de aquí y ahora como la del pin parental. Hay que verla para entender qué creó el caldo de cultivo para que la ministra de la mujer del gobierno ultraderechista brasileño pudiera tomar posesión de su cargo haciendo corear aquel grotesco: «los niños visten de azul y las niñas de rosa”. Lo que entonces nos parecía absurdo y ridículo ya no nos hace tanta gracia. Y menos si nos fijamos en otra frase que, después de declararse “terriblemente cristiana” pronunció aquel día la señora en cuestión: “Bolsonaro pondrá fin al adoctrinamiento ideológico de niños y adolescentes”. ¿Seguro que Brasil no es aquí?
Hay que ver La democracia en peligro para comprender que los ideólogos del fascismo brasileño son los mismos que han empujado el sentido común hacia la extrema derecha antes en EEUU (triunfo de Trump) o en el Reino Unido (Brexit) y más recientemente en España, con Vox y con la «voxización» del PP.
Pero también hay que verla para entender que la izquierda pierde la batalla cultural cuando no comparece y que es aplastada por el peso de las oligarquías y sus corruptelas cuando no socava las estructuras que estas crean para defender sus intereses, cuando no es capaz de impulsar otras estructuras que promuevan los valores democráticos o cuando se ve impotente para defender las que ya existen para eso, como la escuela pública. Hay que verla para vislumbrar cuánta verdad hay en la afirmación de que los golpes de hoy ya no los dan los ejércitos sino los tribunales. Y que no es casual que EE.UU haya dejado de entrenar golpistas y torturadores, como hacía en la tristemente célebre Escuela de las Américas. Ahora forma magistrados, como ese Moro, que pasó de ser el juez que condenó a Lula sin pruebas para eliminarlo de una contienda electoral en la que todos los sondeos lo daban como ganador, a ministro de Justicia del presidente que se benefició directamente de esa condena.
Como es un documental, no creo que se me pueda acusar de ‘spoiler’. Hay que ver La democracia en peligro porque está contada con talento y emoción, desde la visión de una hija de militantes de izquierdas que conocieron la represión de la última dictadura brasileña y la esperanza que trajo la vuelta a la democracia. Y porque está llena de matices, de sentimientos, de testimonios muy directos de los protagonistas de la historia de reciente de aquel país tan grande como un continente, de traiciones, de decepciones y de contradicciones, todos los ingredientes que han llevado a Brasil a vivir lo que hoy sufre. La obra de Petra Costa, nominada para el Óscar al mejor filme documental se resume en una frase de la autora: «la democracia solo funciona cuando es radical, cuando toca los intereses de los poderosos».
Buena reflexión para tenerla en el frontispicio de los ministerios en esta nueva etapa que se abre en España. Lula nos enseñó mucho. Nos demostró que un obrero metalúrgico puede ser presidente de un país que está entre las mayores economías del mundo. Que es posible cuando se habla desde el corazón y la honestidad a un pueblo que ha sufrido mucho y se genera una esperanza capaz de vencer a miedos muy antiguos. Que se puede cumplir una promesa tan sencilla y tan complicada a la vez como la de que al final de su mandato no habría nadie en Brasil que no hiciera tres comidas al día. Que se puede sacar a 20 millones de personas de la pobreza. Pero a la vez que es difícil hacer transformaciones profundas en un país cuando te ves obligado a pactar con una oligarquía demasiado acostumbrada a hacer de la corrupción una forma de gobierno. Y que, incluso cuando los cambios no tocan las grandes estructuras, las clases privilegiadas están dispuestas a todo con tal de no ceder el menor privilegio. Y todo es todo. Eso ya lo sabíamos porque aquí también ocurrió. De momento aquí, como allí, las derechas extremas y las extremas derechas ya han elegido los tribunales y las escuelas públicas como campos de batalla. Brasil es aquí. Brasil no es aquí…