Clases sociales
“Siempre hubo clases” es el aserto popular utilizado por quien lo pronuncia para marcar distancias respecto a conductas o estados de otras personas que no son bien vistas por la sociedad. Es frecuente rematarlo con “…y clases” al final para indicar que existen clases aceptables y otras que lo son menos o no lo son. La tendencia a diferenciarse de los demás es un rasgo de la convivencia entre seres humanos con raíces genéticas y un fortísimo componente cultural alimentado en Occidente por dosis de individualismo y maniqueísmo judeocristiano.
En otras latitudes, hoy y en otros tiempos, la distancia entre clases es insalvable, producto de un determinismo que hunde sus raíces en designios divinos o en el poder militar, como sucede con las castas en la India, los clanes y linajes africanos o los rangos en el shogunato japonés. En todo caso, clases, castas, clanes y rangos mayoritarios tienen en común la pobreza, el desdén social y la casi nula posibilidad de alterar esa realidad impuesta por la ideología que la produce y la reproduce. La ciudadanía desfavorecida tiene dos caminos: sumisión o lucha de clases.
La teoría de la lucha de clases surge de la constatación de un conflicto intrínseco a las sociedades donde la división del trabajo hace que existan clases sociales en distinta posición y que defienden intereses diferentes y contradictorios. Desde que la formuló Karl Marx, el capitalismo se ha afanado en demonizarla o negarla, hasta que Warren Buffet reconoció que “existe la lucha de clases, de acuerdo, pero es la mía, la de los ricos, la que está haciendo esa guerra; y vamos ganando”; es la clase, casta, clan o rango que expolia al resto de la sociedad.
Esta contradicción del capitalismo se traduce en el antagonismo entre la producción y la apropiación privada de la plusvalía extraída mediante la explotación del trabajador. En una sociedad organizada políticamente, el conflicto de intereses entre clases se convierte en conflicto político que actúa como “motor de la historia” produciendo cambios sociales. Todo progreso y retroceso político y social se debe a la lucha de clases: si hay lucha hay progreso; si decae hay retroceso. Las élites invierten ingentes sumas de dinero en anular la lucha de clases y a sus agentes.
Bajo cualquier excusa, venga o no a cuento, se escucha o se lee casi a diario, en los medios y las redes sociales, el mantra de que el empresario genera riqueza que beneficia al conjunto de la sociedad y que el Estado debe ponerse al servicio del mercado en exclusiva. El mensaje cala. Cuanta más incultura y analfabetismo posea el receptor, tanto mayor es la aceptación del mensaje. Es la mentira del sueño americano, mentira eficaz como un cuento de Disney: cualquiera puede llegar a la cima y ascender de clase y, si no lo hace, es porque no se esfuerza.
¿Se imaginan (hagan el esfuerzo, merece la pena) que unos 27 millones de españoles consiguieran alcanzar el sueño de hacerse millonarios como propone el catecismo neoliberal? Hay gurús e influencers que osan añadir que se puede conseguir a los treinta y pico años y retirarse del trabajo. ¿Imposible? No sean personas de poca fe, no pongan en duda el evangelio capitalista según Milei o Llados. Es imposible, sí, que la mitad de la población pueda pertenecer a una élite que, por definición, es una minoría selecta. ¡Hasta ahí podíamos llegar!
Para que exista una élite, tiene que haber clases medias y bajas muy numerosas que produzcan la riqueza que la élite amasa con la fruición propia de los yonquis del dinero, con un mono que siempre pide más y “obliga” a rebajar salarios, estirar horarios, ajustar plantillas con despidos, deslocalizar la producción y tributar en paraísos fiscales la parte del beneficio que no es dinero negro. Son sacrificios que acechan al emprendedor que “arriesga” su dinero haciendo del mundo un casino donde la banca siempre gana el dinero de la clase trabajadora.