Comer camello
Un antiguo refrán español dice: «Ave que vuela va a la cazuela», el cual, al pensar de Cunqueiro, podíamos identificar con el ideal gallego cuando primero come y después interroga, es decir, se come la pieza antes de saber si es buena para comer. «Por eso —reconoce el gastrónomo— se ha avanzado tan poco en mi pueblo en el arte cisoria».
Hay civilizaciones que saborean bocados imposibles. No sólo en occidente nuestro paladar reprueba la carne de perro en la mesa de los coreanos, los insectos variados y crujientes en buena parte de los orientales, las serpientes de cascabel en Texas o los sesos crudos de mono u otra suerte próxima a la antropofagia de algunos pueblos africanos, sino que detestamos algo tan próximo como la carne de equino en Francia, considerada como una exquisitez en nuestro país vecino. En España no nos quedamos cortos y comemos caracoles, dieta aberrante para muchas naciones, sin contar los callos, los higadillos, la asadura o la lengua…
El camello, por no hablar del hipopótamo o del cocodrilo, también enriquece el menú de fortuna en algunos rincones de la tierra. En ‘Mis encuentros con los camellos’, un cuento del Nobel de literatura Elías Canetti que forma parte de ‘Las voces de Marrakech’ (1968), se puede leer esta conversación surgida entre las calles:
«—¿Es que se come aquí mucha carne de camello? —pregunté. —¡Muchísima! —¿Sabe bien?, nunca la he comido. —¿Jamás ha comido carne de camello? —Rompió en una burlona pero contenida risotada y repitió—: ¿Nunca ha comido carne de camello? Quedaba bien claro que él sabía que aquí no se servía otra cosa que carne de camello».
En varios lugares de los cuentos insertos por ejemplo en ‘Nicéforas y el grifo’ (1968) o en ‘Estética del gusto’ (1998), Joan Perucho hace referencia al «enigmático» ‘Tratado de carnes’ de don Faustino de la Peña (1832), en el que describe el sabor y características de varios elementos cárnicos, incluyendo la «carne blanca», o sea, el pescado, y la «carne humana», de la cual, su consumo, don Faustino no es partidario. En la entrada dedicada al ‘camello bactriano’ (de la tierra de Bactra: nombre con el que los griegos designaban la región correspondiente a la zona septentrional del actual Afganistán y las partes meridionales de las actuales repúblicas centroasiáticas de Uzbekistán y Tayikistán, a partir del nombre del río Bactro), distinguiéndolo del ‘camello pardial’ o ‘jirafa’ (‘camelopardal’, llamaban los antiguos a la jirafa, compuesto del griego ‘kamelos’ —camello— y ‘pardalis’ —pantera—). Varrón afirma que debe su denominación a su parecido con el camello por su figura y con la pantera por sus manchas.
Don Faustino habla también del ‘dromedario’: «Esta especie es muy conocida por su cuello largo y gran corcova, la cual se compone, como en todas las demás especies que la tienen, de una sustancia grasa y carnosa. Es, entre los animales domésticos, el más antiguo que conoce el sello de la esclavitud, aguantando el hambre y la sed ocho días [Plinio el Viejo, en su ‘Historia natural’, escrita en el siglo I, les concede tan solo cuatro]. Se cría en Egipto. Su carne vieja y trabajada presta groseros jugos para alimento. La leche de las hembras es muy salitrosa, pero aguada es buena».
Heródoto de Halicarnaso (484-425 a.C.), en su obra histórica documenta la carne de camello como una comida habitual en determinadas partes de África. En el primero de sus nueve libros comenta: «La gente más rica y principal puede sacar a la mesa bueyes enteros, caballos, camellos y asnos, asados en el horno, y los pobres se contentan con sacar reses menores».
Si consultamos el Corán —arbitro de prohibiciones y concesiones divinas—, en la Sura XXII, intitulada ‘La peregrinación de la Meca’, en el versículo 37 podemos leer: «Hemos destinado los camellos para servir en los ritos de los sacrificios; halláis también en ellos otras ventajas. Pronunciad, pues, el nombre de Dios sobre los que vais a inmolar. Deben permanecer en pie sobre tres pies, atados por el cuarto. Cuando la víctima ha caído, comed de ella y dad al que se contenta con lo que se le da, así como al que pide. Nosotros os los hemos sometido, a fin de que estéis agradecidos».
Para terminar, quisiera añadir un apunte sobre el cocodrilo. Álvaro Cunqueiro cuenta en ‘La cocina cristiana de Occidente’ (1969) qué se edito un ‘Larousse gastronomique’ en inglés para americanos. Lo que más sorprendió a los anglosajones fue una receta para el cocodrilo de la Florida, después de hacer la advertencia de que las partes verdaderamente comestibles del reptil son las patas. Y aconseja dicha enciclopedia que se preparen «a la americana o a la india». Pero, a lo que parece, nadie en América conocí la receta, ni los indios de la Florida. El gallego prosigue: «Sugiere un tal Kidder que es muy probable que la receta haya pasado a Francia procedente de Nueva Orleans, adonde fueron tantas exquisiteces culinarias, y donde comían, además de las patas del ‘alligator’, la lengua y la carne que recubre la mandíbula inferior, “a la moda de los bárbaros”, asadas en las brasas. Kidder cuenta que Fasbos de Luzán traía a dos indios, cuando comía cocodrilo, para que bailasen alrededor del asado. No se sabe lo que bailarían».