Cuando el problema es el «periodismo»
Soy de la generación para la que el periodismo era una garantía de los derechos y libertades, tan duramente conquistados por la sociedad española y era consciente de que ese oficio siempre, siempre, estaba al lado de los oprimidos frente a los opresores, de los humildes frente a los poderosos y de los desheredados frente a los herederos. Un periodismo del que la ciudadanía se sentía orgullosa, como lo demostraba el hecho de que nuestra profesión fuera de las más valoradas en todas las encuestas y sus profesionales, aunque endémicamente mal pagados y desprotegidos laboralmente, gozaran de un prestigio social absolutamente merecido.
Por todo lo anterior nunca pensé que con el devenir de los años tendría que escribir esta columna, con la que pretendo pedirles disculpas a todos ustedes, por la deriva en que, de un tiempo a esta parte, ha caído mi profesión, convertida de forma irreparable en la primera fuerza de choque de la guerra política sin cuartel que desde hace años venimos sufriendo, pero que se ha exacerbado hasta la náusea en la presente legislatura.
De toda la vida los medios de comunicación han tenido una línea editorial, conservadora o progresista, lo cual es perfectamente lícito, siempre y cuando se atengan a una máxima sagrada del periodismo, que no es otra que la de que los hechos son sagrados y aquí es donde mi oficio está descarrilando de manera estrepitosa.
La brutal concentración de medios de comunicación en manos de grupos conservadores o ultraconservadores, se está convirtiendo en un auténtico problema para el derecho a una información veraz y objetiva que tenemos todos los ciudadanos, porque lamentablemente la inmensa mayoría de periódicos, radios y televisiones de nuestro país, son propiedad de conglomerados empresariales descaradamente alineados con los intereses de la derecha y la ultraderecha.
Con la excepción de algunos medios digitales, cuya influencia social, sobre todo en determinados segmentos de edad, es bastante limitada, el universo mediático español está absolutamente alineado en la defensa de los postulados más conservadores en lo político, en lo económico, en lo judicial, en lo religioso y en lo social y lo verdaderamente preocupante de ese panorama, es que de un tiempo a esta parte, ese conglomerado mediático ha abandonado cualquier atisbo de respeto a los hechos, para convertirse en los más exaltados activistas de esos intereses, con una alarmante falta de respeto por la verdad.
Les confieso que me produce una profunda tristeza comprobar como la inmensa mayoría de la galaxia mediática de nuestro país, se ha convertido en una fábrica de bulos, de medias verdades, de invenciones indignas y de una manipulación permanente y torticera, a favor de los intereses de quienes de verdad siguen mandando en España, para quienes el PP es una mera herramienta al servicio de sus intereses.
La última vuelta de tuerca a ese monopolio informativo se ha producido en los programas de entretenimiento de las diferentes cadenas de televisión que de un tiempo a esta parte, se han convertido en auténticos panfletos partidarios, que ya desde buena mañana se dedican a incendiar al personal, con un batiburrillo de bulos, «noticias» inventadas, opiniones de auténticos activistas y por supuesto editoriales de «estrellas» mediáticas que pasan sin solución de continuidad, del último descalabro amoroso de la marquesa de Griñón a demoler al Gobierno, con un argumentario que sería para descojonarse, si no fuera porque se están convirtiendo en un auténtico veneno para nuestra convivencia.
Lo que eran programas de entretenimiento genérico se han convertido en el brazo armado de la derecha patria, en auténticos mítines mediáticos protagonizados por quienes hasta hace poco eran personajes de la tele y ahora son los líderes del nuevo trumpismo español. Frank de la Jungla es hoy un analista político de Antena 3 que, de la mano de la ultraderechista y fundadora de Vox Cristina Seguí, hace entretenimiento, a la vez que informa a la millonaria audiencia de El Hormiguero. Ana Rosa Quintana, desde las mañanas y tardes de Telecinco, editorializa un día sí y otro también, sobre los peligros de Pedro Sánchez; Miguel Lago, humorista y colaborador de Pablo Motos, se mofa durante la campaña electoral de una candidata sorda y lesbiana de Podemos en Valencia. Lo que de haber sido una candidata de PP o Vox le hubiese costado el despido fulminante de la cadena, se ha convertido para Lago en un trampolín de promoción interna.
Podríamos seguir con Tamara Falcó, Iker Jiménez, Juan del Val, Bertín Osborne y demás «prestigiosos politólogos», a quienes el trumpismo patrio ha descubierto como sus principales aliados mediáticos, una vez comprobado que su mensaje ultra no pueden liderarlo derechistas con recorrido intelectual, han recurrido, sin torcer el gesto, a figuras como las anteriores, a muchas de las cuales les cuesta coordinar sujeto, verbo y predicado.
No les voy a hablar de la auténtica infamia perpetrada el pasado fin de semana por el diario El Mundo contra el presidente del Gobierno, o del acoso permanente desde las páginas de ABC, la Razón y muchos días de El País y no lo voy a hacer, porque quien lee un periódico mantiene un cierto criterio y sabe lo que puede encontrarse en sus páginas. Lo de la tele es otra cosa mucho más peligrosa. Ni más ni menos que un atraco a traición y a mano armada de las voluntades de los espectadores que sintonizan esos programas para entretenerse y evadirse de la dura realidad del día a día, pero acaban al borde de protagonizar un nuevo Puerto Hurraco con el Consejo de Ministros.
Lo dicho, mil perdones en nombre del periodismo.
No puedo estar más de acuerdo.
El problema es que en este país se venden más periodistas que períodicos, y este artículo es prueba de ello.