Economía colaborativa
Pepito era agricultor desde niño. Poseía un olivar lo sucintamente grande para sustentar a su familia, sin más. Cierto día llegó alguien a sus campos con la connivencia escrita del Gobierno para ofrecerle su colaboración en la cosecha de aquel año. No es necesario, espetó un perplejo Pepito a su interlocutor. Pero lo que yo te brindo es algo bueno para todos, insistía el advenedizo, cosecharemos en la mitad de tiempo, de lo que la cuadrilla recoja, un 25% será para mí, con el 75 restante tú te encargas de pagar las peonadas, después, todo lo sobrante será tuyo sin haber hecho esfuerzo alguno, tómatelo como un acto de colaboración por mi parte, ya ves que yo, con muy poco me conformo, alegó aquel que aún no se había presentado. Pepito lo miraba incrédulo, con los ojos entornados. Entonces se quitó la gorrilla y sin apartar la vista del extranjero se rascó muy despacio la coronilla. Qué rústico e ignorante, sonreía para sus adentros aquel individuo mientras lo observaba paciente, cuando advirtió cómo se fueron acercando en derredor de Pepito los jornaleros habituales, inquietos con la conversación. Verá usted, señor Donnadie, pues no conozco su nombre, comenzó Pepito enarcando una ceja y elevando la vista al cielo. Cuentan que desde tiempo inmemoriales llegaron a estos terruños los navegantes fenicios en busca de aventura, negocio y beneficio, y que de todo obtuvieron a cambio de sus productos, ingenios, mercaderías y tan preciados bienes como el olivo; sirva de ejemplo para la ocasión, que la pintan calva. Llegaron luego y no en son de paz los romanos, aun siglos después que unos griegos que despreciaron el asentamiento, cuentan también, que el gran rey Argantonio les ofreció. Expulsaron o aniquilaron, los romanos digo, a otros cartagineses que entre medias también pasaron por aquí; se adueñaron de muchas tierras y a ellas se arraigaron y sembraron vegetales como el olivo. Sojuzgaron al pueblo, impusieron su ley; su lengua; sus dioses, primero unos y más tarde a Otro, hasta que acabaron por mezclarse o marcharse. Transcurrido un tiempo, cuentan que cruzaron el mar unos guerreros de piel atezada, turbante y alfanje, a los que siguieron otros de semejante guisa venidos desde Oriente, batallaron entre sí durante siglos, pues les sucedían más y más barcos con gentes ávidas de sangre, oro y gloria, y a fe que lo lograrían, pues al fruto del olivo lo llamaron aceituna y nadie osó replicar aquella sentencia, ni tan siquiera los godos del Norte, a pesar de ser ellos quienes los acabarían expulsando para establecer aquí el corazón del nuevo imperio y comenzar a expandirse a espadazos por todo el Orbe… Detuvo Pepito su alocución con la mayor intención. Y a espadazos los unos contra los otros llevamos desde que el mundo es mundo por poseer aquello que no nos pertenece, por codicia, porque nuestro propio mundo es pequeño y tendemos por naturaleza a expandirnos e invadir el espacio ajeno… reanudaba iracundo Pepito. ¿Y dice usted que viene con bendición y recomendación del Gobierno? Y la del imperio reinante, presupongo; y haya leyes do quieran reyes; y amanecerá Dios y medraremos… Es el futuro, amigo, lo interrumpió Donnadie, es imparable, inevitable, nada ni nadie puede interponerse al progreso. Sus vecinos, otros más lejanos, todo el país se está aviniendo al único porvenir que existe: la economía colaborativa, sentenció el extraño. Y Pepito, inexpresivo, retomó el discurso por donde lo dejó. Y si no nos avenimos a razones nos liamos a espadazos, ¿no, señor Invasor Donnadie? Sea pues, concedió Pepito, que domeñarse a sí mismo por temor a lo incierto se me antoja de cobardes y claudicar sin lucha es más del vasallo natural que del hombre que por hombre digno se tiene. Y vaya a por su ejército y sus armas y prestos entraremos en combate, lo emplazaba a modo de despedida, que el cuento no ha cambiado desde que el mundo lo es porque así lo llamamos las humanas creaturas y por ende existen todas las humanas bajezas. Y así es que prostituimos la Justicia y enaltecemos los vicios…voceaba Pepito a Donnadie, que se alejaba seguro y sereno, con la certeza de volver y vencer.