El Hombre y el payaso
A la hora del desayuno lo he echado de menos. La ruta de la leche desde el tetrabrik hasta el microondas, el martirio del pan en la hoguera sin llama y el repertorio matinal de pastillas son costumbres autónomas que funcionan con un nivel mínimo de consciencia y el tiempo programado por una tecnología básica. La radio salmodia como ruido de fondo la letanía de lo que acecha al otro lado de puertas y ventanas, mientras el dedo índice ojea las urgencias digitales del día y confirma en detalle lo avanzado por la radio entre sorbos y bocados.
Las rutinas saludan al nuevo día, pero hay algo que no encaja. Dejo el móvil, apago la radio y silencio los crujidos de la tostada en la boca. El bebé de la vecina reclama su dosis láctea, las bajantes son cascadas intermitentes de rumor ahogado, el frigo se queja por la edad y el patio interior replica los ecos de otras viviendas, ruidos todos ellos que la radio amortigua cada día. El silencio amplifica lo que no encaja: el silencio del Hombre machadiano que siempre va conmigo, con quien platico en mis soliloquios, el que me enseñó la filantropía.
El Hombre no está para aconsejar cuidado a la hora de atender las noticias, para advertir de los matices verbales ni de la polisemia del sustantivo ni de la trampa de una preposición ni del empoderamiento de los epítetos. Solo ante la radio, ante el periódico, la actualidad se antoja, en sus formas y en sus fondos, un “déjà vu” donde gira el mundo como la rueda de un hámster dentro de su jaula. Las víctimas de la guerra se aceleran y los derechos cívicos son frenados produciendo la sensación de que la rueda se mueve sin llevar a ninguna parte.
Comprendo, en parte, que haya faltado a su cita hoy. Las noticias avisan de que el mundo se prepara para dar un triple salto mortal de espaldas que tal vez haga descarrilar la rueda haciéndola saltar de su eje. Como un hámster angustiado, activo la cámara frontal del móvil para enfocarme y mis ojos reconocen a Diógenes de Sinope, el vagabundo que convirtió la pobreza material extrema en virtud por propia voluntad y convicción, teniendo una tinaja como morada y una manta, un zurrón, un cuenco y un bastón como únicas posesiones.
Escucho y leo que la justicia social es una aberración violenta con la que hay que acabar. Echo de menos al Hombre que siempre va conmigo, la plática en mi soliloquio con ese buen amigo. Siguiendo uno de sus sabios consejos, “a distinguir me paro las voces de los ecos, y escucho solamente, entre las voces, una”, la del payaso argentino al que millones de payasos argentinos han dado su plácet para que los condene a la más extrema pobreza y, llegado el caso, a muerte, como hizo su admirado e idolatrado general asesino Jorge Videla.
Como Diógenes con el farol, busco al Hombre honesto entre quienes rodean y aplauden al peligroso payaso. El desasosiego me invade al hacer recuento y constatar que sólo asiste escoria de la banda corrupta de Ayuso, de la del vividor Abascal y periodistas paniaguados. Como el hámster asustado en un rincón de la jaula tras caerle encima la rueda, retiro la vajilla al fregadero y me acurruco en el sofá al modo de Diógenes en la tinaja, temiendo que la realidad interfiera entre mi cuerpo y la raja de sol que entra reponedora por la ventana.
Ante la ausencia del Hombre machadiano, me centro en el neoliberalismo y sus efectos, en el deterioro de la Sanidad y la Educación públicas, en el retroceso de las libertades cívicas que vive hoy quien no es empresario, inversor o rico. Evoco el episodio atribuido a Diógenes el día que se masturbó en el Ágora y la respuesta que dio a quienes le reprendieron: “¡Ojalá frotándome el vientre el hambre se extinguiera de una manera tan dócil!”. Y evoco también al Hombre machadiano, “ligero de equipaje, casi desnudo, como los hijos de la mar”.
Muy bien escrito.