El odio al progre y la comida basura
Crece, y con ímpetu, la producción de un nuevo estereotipo: el progre. En tiempos, cuando existía la URSS y los partidos comunistas eran fuertes, el apelativo progre designaba a aquellos que pertenecían a la izquierda cultural y no eran claros respecto de su solidaridad con el comunismo. Posteriormente, en los años noventa, todo el mundo era progre siempre y cuando no tocase la economía capitalista –en ese momento se convertía en un totalitario descartado por la historia. Fueron los años en que Sabina y Ruiz Gallardón no paraban de piropearse. La derecha se desenganchó de ese consenso y comenzó a atacar a la izquierda en sus innovaciones culturales. La izquierda, que de cuestiones económicas no decía mucho, empezó a acorazarse alrededor de los derechos civiles. El odio al progre, que comenzó siendo estalinista, hoy es de derechas. No resulta raro que existan individuos que pasaron del estalinismo a la derecha –y que de camino quieran seguir dando lecciones sobre qué es ser de izquierdas. Hay muchas personas que están en la política para odiar y, en la derecha y la izquierda, no cambian su objeto de odio.
Es verdad que un estereotipo no funciona si no tiene algo de real. La realidad no estriba en que la izquierda progre haga poco por los desheredados. Siendo cierto, la derecha hace mucho menos y los maltrata más. Es verdad que de nuestro debate público han desaparecido las alternativas económicas serias y las nuevas generaciones de activistas tienen poco que decir al respecto. Resulta significativa una doble postura. La primera es despreciar a los sindicatos acusándolo de cooperar demasiado con los empresarios y proteger poco a los trabajadores. La segunda es no tener nada en serio que proponer al respecto: otra forma de organizarlos, otra estrategia de combatividad. Y no hay nada serio que proponer al respecto porque, salvo honrosas excepciones, el espacio de la empresa ha sido absolutamente despolitizado y más allá de cuatro tópicos poca gente sabe qué hacer.
¿Dónde está pues la realidad del odio al progre? La izquierda cultural tiende a concentrarse en la oposición a la derecha cultural. Se olvida de que además de las cuestiones simbólicas existen las materiales, las que tienen que ver con condiciones de subsistencia. Veamos el ejemplo de la comida rápida. Existe un conjunto de consumidores fuertemente movilizados contra ella y que tienen una influencia desmedida en la agenda de la izquierda -en buena medida, porque los jefes de la izquierda se reclutan entre ellos. La comida rápida, por supuesto, se promueve por parte de un fortísimo aparato de propaganda. Ahora bien, antes de atacar la comida rápida, o a la vez que se ataca, deben ponerse medios para que la gente opte por otro tipo de comida. Obvio que es mejor la comida elaborada pero hay que tener tiempo para prepararla. Obvio que es mejor, si no se tiene tiempo, comprar otra comida pero debe contarse con poder adquisitivo para hacerlo. Obvio, en fin, que la comida rápida se promueve sin control por parte de una industria todopoderosa; pero obvio es también que alrededor de la misma existe una ansiedad moral enorme, con grupos de activistas de clase media que recurren a una evangelización dogmática contra ella.
La película DemolitionMan cuenta la historia de una ciudad del futuro dominada por lo políticamente correcto. Cuando conocemos a la resistencia, su portavoz reivindica su derecho a fumar y a comer grasa. La escena es mentirosa pues nada se nos dice de qué hace a ese individuo identificar su libertad con el tabaco y las hamburguesas. Hay que atacar ese aparato de propaganda, cierto, pero sin degradar a quienes optan por él. Para lo cual sería necesario intentar comprender qué existe de bueno en las costumbres que no nos gustan, o qué hay de valioso en quienes optan por ellas. De lo contrario se ataca a quien recurre a la comida rápida porque no puede hacer otra cosa o porque personas queridas la habituaron a ella.
Tal es el juego de la derecha: convertir a los progres en evangelizadores arrogantes, convencidos de tener los modelos impolutos. ¿Cuál sería la estrategia para desmontarlo? Huir de la evangelización, de la agresividad dogmática, e incorporar en el discurso la perspectiva de quienes se habituaron a algo porque no pueden hacer otra cosa. Para lo cual debe uno interesarse por las condiciones sociales de existencia de quienes hacen aquello que a uno le parece raro: organizar su felicidad alrededor de la comida rápida.
Pero es que la política es eso: salir de los conflictos de identidad y elaborar mediante el diálogo algo parecido a unos intereses comunes. Lo otro es reproducir las marcas identitarias, en el fondo resultado de una dispositivo de consumo balcanizado y que tiene para todos: para los saludables, para los que no y para enfrentarlos a unos con otros proponiéndoles distinguirse agresivamente del diferente… ¡así consumen más! La política es la elaboración racional de los intereses comunes, lo cual exige salir de la propia perspectiva, intentando ampliarla con la de sujetos a los que no quieres ni salvar y mucho menos a su pesar: quieres construir con ellos un mundo común que sea habitable.