El otro lado
Solo quien ha contemplado el alzhéimer de cerca sabe de los estragos del olvido. Se comienza olvidando las llaves de casa sobre el aparador de la entrada y se acaba olvidando comer y aun respirar. El olvido es la falta de luz, la penumbra que se va imponiendo cuando el sol del recuerdo se va escondiendo. El paciente termina no siendo, traspasa el umbral de la realidad y se asoma al abismo del otro lado, donde nada existe salvo lo inmediato, donde todo sería nuevo si tuviese algo viejo con lo que compararlo. El enfermo de alzhéimer es un muerto en vida. Cuando desaparece al fin y al fin es como si hubiera muerto dos veces. Para Carlos Edmundo de Ory «Los recuerdos son la salud de la enfermedad de vivir».
Sin llegar a ese extremo, el olvido se impone en nuestras vidas, a veces como condena, otras veces como protección. «La memoria es fuente del dolor», escribe Camilo José Cela en ‘Los vasos comunicantes’ (1981). Sería fatigoso convivir con todos los recuerdos. Cernuda decía que solo recordaba olvidos y Fernando Savater reconocía que sus mejores anécdotas se las habían contado.
Hay quien recuerda más y mejor, como hay quien alimenta el recuerdo o lo adorna adecuadamente para amoldarlo a sus intereses o para hacerlo más bondadoso, hasta convertirlo en anécdota, a veces difícil de digerir, aunque casi siempre con cierta «simpatía». Tendemos a romantizar nuestro pasado. El poeta Gabriel Ferrater escribía que «éramos / el recuerdo que tenemos ahora». Joan Margarit por su parte, en ‘Cálculo de estructuras’ (2005), poetiza en el poema ‘Preguntar’: «Los recuerdos son botes de gases venenosos / abandonados en antiguos campos / de batalla cubiertos por las flores».
Vasili Grossman, en ‘Vida y destino’ (1959) se pregunta: «¿Por qué la gente tiene memoria? A veces uno quisiera morir, dejar de recordar». En ‘La cruz de San Andrés’ (1994), Cela vuelve a recordarnos que: «La memoria es la fuente del dolor, sí, pero también su sumidero y el ancho mar en el que se vierte».
William Faulkner distingue entre recuerdo y memoria y, en ‘Luz de agosto’ (1932), comenta: «La memoria cree antes de que el conocimiento recuerde. Cree mucho más tiempo que recuerda, mucho más tiempo del que tarda el conocimiento en preguntarse». Y el escritor y matemático británico Lewis Carroll (1832-1898) la asocia con el pensamiento o la fantasía cuando exclama: «Qué pobre la memoria que sólo funciona hacia atrás». Dostoyevski sugiere en ‘Los hermanos Karamazov’ (1879-1980) que «las mejores ideas al diablo se le ocurrían durmiendo».
No sólo olvidamos situaciones, conocimientos u objetos. También se olvidan y se recuerdan, se dulcifican o se condenan personas, amores o amistades que han pasado por nuestra vida dejando una huella más o menos nítida. «La memoria es el tormento de los celosos», afirma Victor Hugo en ‘Notre-Dame de París’ (1831). Pierre Louÿs, en ‘Afrodita’ (1896), viene a decir: «Las mujeres que han sido muy amadas forman dentro de la memoria una familia predilecta y el encuentro con una mujer en otro tiempo querida, aunque la odiemos ya, aunque la hayamos olvidado, causa una turbación inesperada, de que bien puede renacer un amor nuevo».
El olvido no tiene género y mucho menos número. Sin embargo, José Saramago, en su novela ‘Caín’ (2009) distingue: «A él continuaría unida por la sublime memoria del cuerpo, por los recuerdos inextinguibles de las fulgurantes horas que había pasado con él, esto una mujer no lo olvida, no es como los hombres, a los que todo les escurre por la piel».