El poema de la costurera
Cuanto más grande es un imperio, más amplias son sus fronteras. Aumentan sus aliados —mayormente por conveniencia o amenazas—, pero también se multiplican los enemigos que no dan su brazo a torcer ni inclinan la cabeza ante el poderoso, prefieren morir de pie un día que no vivir el resto de rodillas.
Entre las anotaciones a pie de página del segundo volumen de ‘Sueño en el Pabellón Rojo’, de Cao Xueqin y Gao E —novela escrita en el siglo XVII y publicada por la Universidad de Granada, en edición exquisita, en 1988— recojo una anécdota, que recreo seguidamente:
La ‘Crónica de la Poesía’ de la dinastía Tang (610-907) cuenta que las damas del Palacio Imperial enguataban con algodón las ropas para los soldados que defendían la frontera para protegerse del frío a veces extremo. Uno de los defensores del helado norte, donde la Gran Muralla se salpica de calvas rompiendo o incidiendo en la idea borgiana de la infinitud (léase por ejemplo ‘Otras inquisiciones’ de 1952), encontró entre los pliegues de su ropa un poema que decía:
Amigo que combates en el campo de batalla;
amigo al que penalidades y frío impiden dormir.
Un uniforme guerrero te estoy cosiendo,
¿quién serás tú, que lo has de usar?
Muchos hilos utilizo;
por cariño, con mucho algodón lo enguato.
Ya no es posible en esta vida:
nos uniremos en la siguiente.
El soldado, cumpliendo con un tácito deber de denuncia, mostró el poema al mariscal de campo, hombre cejudo y entregado, quien viendo en tal misiva una falta grave en época de guerra, se lo envió por medio de un fiel mensajero al emperador —presumiblemente Li Shi Min (599-649), segundo emperador de la dinastía Tang—, quien, exhibiéndolo a su vez ante las damas de palacio, doncellas y servidoras al fin y al fin, prometió con la boca pequeña que no castigaría a la autora.
Una dama con espíritu resuelto aunque con gran recelo, con voz temblorosa confesó su autoría: «Mi Dignidad Imperial, tengo que reconocer que el poema ha sido escrito de mi letra y puño y que yo encerré en el dobladillo del sayal para dar también calor de espíritu al joven que lo hallase». El emperador ante el asombro de toda la corte lejos de amonestarla la felicitó por su bravura y sensibilidad contrastada y decidió casarla con el soldado a cuyas manos había ido a parar el poema.
Un soldado era un buen partido. Gozaba de libre ciudadanía, tenía una paga estable y la posibilidad de ascender en la jerarquía castrense. Se celebraron los esponsales con la bendición del soberano. Ella abandonó su estatus de criada para posicionarse en la sociedad como esposa de un prometedor soldado del ejército imperial. Entre sus tareas maritales, la joven no dejó de componer versos —poemas que, como tantos otros, se han perdido en las entretelas del tiempo—, pero ninguno fue tan eficaz y trascendente como el que introdujo entre los algodones de la casaca de un soldado anónimo.