En Navidad, ¿por qué no te callas, rojo?

La Navidad está llena de típicos tópicos, de frases hechas, de costumbres castizas, ritos añejos, almibaradas tradiciones y mucho postureo. El rancio catolicismo de la cultura navideña va perdiendo enteros y pronto quedará relegado a recuerdo que la abuela cuenta al nieto, a la nostalgia colectiva de la sociedad occidental o, más tarde, a capítulo olvidado de los libros de historia y mitología cristianas. No sucede sólo con la Navidad, también se está viendo en otros eventos, como el día de los santos y el de los difuntos.

Viene esto ocurriendo por el carácter rígido y conservador con el que la religión equipa a sus preceptos, creencias y ceremonias, alejándose del pueblo sencillo que la practica. Pero este fracaso se debe, en mayor medida, al cambio de paradigma divino experimentado en los últimos tiempos, una transición del galimatías Padre, Hijo, Espíritu Santo, al más concreto, humano y mundano del Becerro de Oro. Ya lo previeron en su tiempo aquellos mitógrafos que escribieron a ocho manos sobre él en el superventas que es la Biblia.

Ya no hay navidades exclusivas de portal de Belén, ríos de papel albal, estrellas de purpurina y reyes magos que cargan regalos en las tarjetas de papá y mamá. Las estirpes postmilenial se congregan en torno al belén que son las pascuas desde que Papá Noel disputa el trono a los Reyes. Normal: el espíritu de la Coca Cola con su blanca barba vende más que el cuerpo y la sangre de un niño dios obsoleto, devaluado. La Navidad es hoy una orgía consumista con el temazo «Money» de Pink Floyd como banda sonora.

Han pasado la nochebuena y el día de Navidad sin mayores daños que una discreta curda y un conato de incendio del cuñado hábilmente sofocado por el 112 del suegro. Noche de paz, noche de amor… noche que por fin ya pasó. Noche de no dar la nota, noche de dar champán a la infancia, noche de tener la fiesta en paz, noche de cigarros adolescentes, noche de trasnoche, noche del discurso real… Diríase que todo tiene cabida en esa noche etílica, entrañable y familiar, excepto hablar de política, desvariar.

Ya queda menos para Nochevieja, otra fiesta singular a encadenar por los supervivientes de Nochebuena y Navidad. Vuelta a los tópicos, a la tradición y al postureo. Noche de uvas, de cuartos y campanadas, de cursis estilismos obsoletos, de verborrea hueca, ji-jí ja-já, de comer hasta reventar, de desmadre, de gorritos de cartón, serpentinas en la copa y matasuegras beodos. Con torpes gestos y lengua trabada se despedirá la juventud para acudir, si llega, al rito del cotillón autorizado en una disco con las entradas a millón.

Tampoco en Nochevieja. Vade retro. Antes y durante la cena, habrá advertencias severas, adustos gestos y miradas inquietas, vigías de las palabras que escapan de las bocas. Tampoco en Nochevieja se puede hablar de política, no quien lo haga con vocabulario e ideario progresista. «¡Tengamos la fiesta en paz!, ¡Dejémonos de políticas!», reacción habitual y unánime cuando el cuñado ya ha hecho su conservador alegato y apenas sale de otra boca una palabra de réplica. Silencio tú, mientras el cuñado disfruta de bulas.

Así transcurre una Navidad en paz y armonía, entre bombardeos selectivos con el silencio cómplice de esa especie de vergonzosa ONU bonsai que es la familia. Navidad que discurre siempre igual, año tras año, generando unas tensiones en los asistentes que no habrá terapia ni fármaco que las elimine. Sólo el tiempo dirá cómo, dónde y con quién estallarán, lo harán, normalmente sin rastro de sus causas, camufladas entre los fastidios cotidianos que adornan las vidas de las personas como guirnaldas de Navidad.

Que 2023 no sea igual o peor.

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