Estética y ética: amén

Siendo niño, al coronel Aureliano Buendía su padre lo llevó a conocer el hielo traído por Melquiades, un nómada gitano que ajustaba las rutas a su pulsión migratoria. El gitano gozó del aprecio y la admiración de la gente sencilla de Macondo y de los lugares a donde acudía para mostrar las novedades que la ciencia, el ingenio y la naturaleza aportaban a la civilización. Macondo era una aldea de casas de barro y caña a la orilla de un río y el mundo era tan reciente que muchas cosas carecían de nombre y había que señalarlas con el dedo.

En el siglo del metaverso, hay rincones cuyas gentes se maravillan, no ya al contemplar prodigios como el hielo o el imán, sino con un desfile de gente uniformada ejecutando ejercicios circenses de tosca coordinación y burda coreografía. Basta un grande alboroto de pitos y timbales para que la masa acuda presta con sus mejores galas domingueras. Como los masai, la tribu adora al tótem y acude a repetir ancestrales ritos en honor al ídolo de piedra o madera que los chamanes utilizan para hacer negocio espiritual y material.

Llama la atención, y preocupa, que los fastos religiosos aúnen la cruz y la espada, estolas y correajes, chapiris y capirotes, cirios y fusiles, incienso y pólvora, la saeta y El novio de la muerte. España cuenta con la tradición de un clero trabucaire y bigardo capaz de vestir a Cristo con pistolas, marcar los tiempos a un pelotón de fusilamiento y dejar que los niños se acerquen a ellos. Ellos han protagonizado los más cruentos capítulos de la España negra, desde la conquista de América hasta el nacionalcatolicismo, pasando por la inquisición.

Da la impresión, a la vista del seguimiento que la generación Z hace de los arcaicos rituales eclesiásticos, de que los incensarios queman grifa o algo por el estilo. Chirría ver entre el público imitaciones de Emidio Tucci en cuerpos con cabeza tintada y pelado berriondo o mantillas con piernas tatuadas y uñas postizas sujetando la vela. Sorprende oír los chillones acordes de las cornetas tocadas por quienes consagran sus vidas al reguetón o al hip hop y cuyas cabezas son catálogos de ferretería. Aberran esas estéticas místicas y ascéticas.

En 1964, el catedrático José María Valverde dejó la Universidad en solidaridad con López Aranguren, García Calvo y Tierno Galván, expulsados de sus cátedras por la dictadura. Lo hizo escribiendo en la pizarra “Nulla aesthetica sine ethica”. Hoy, tiempos de dudosa estética y de carencias éticas, la contradicción campa a sus anchas y es aprovechada por las zorras para desplumar gallineros y los lobos para degollar rebaños, llegando al sinsentido de que gallinas y borregos aplauden mayoritariamente a sus depredadores.

Eso explica, por ejemplo, que la diversidad afectiva acompañe en procesión a quienes no la soportan y la persiguen y entregue sus votos a políticos que igualan pecado, delito y enfermedad. Muchas cofradías son un armario público para la homosexualidad, la bisexualidad, la transexualidad y otras formas de sentir y amar perseguidas por un conservadurismo radical de mucho predicamento entre la ciudadanía. Un desfile militar, mejor si es la legión, mezclado con sotanas, casullas y túnicas es una evocación del infierno.

Este caos ético y estético es un conjunto de involuciones que zarandean los progresos sociales arrancados durante el último siglo al conservadurismo nacionalcatólico. Hileras de cofrades y soldados en formación desfilan entre un público cuya presencia refrenda, igual que los votos en las urnas, actitudes tan poco cristianas como la misoginia, el machismo, la homofobia, el racismo o la xenofobia. Esta ideología es la que reclama cámaras de gas y campos de concentración en Europa, la misma que gobierna en más de media España.

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