Eurovisión y el metaverso

Desde 1956 lleva funcionando el negocio de Eurovisión, paradigma de la cutrez melódica y de la manipulación de masas. En 1961, España se apuntó al evento que, desde entonces hasta hoy, sirve para encauzar las filias y las fobias del español medio o, mejor, de la mediocridad española, durante unos meses. Fiel reflejo de la sociedad, el festival cuenta desde sus inicios con todos los ingredientes de la estafa: concursantes mansos, reglas adulteradas, jurado amañado, publicidad engañosa y mucho dinero.

Desde mi más tierna infancia llevan mis oídos escuchando que Eurovisión es “política», que en Europa nadie nos toma en serio, nadie nos quiere, que el o la representante de España es lo peor o que el festival está diseñado para que no pensemos en los problemas reales. Así han pasado, más o menos, unos 60 años, con los problemas reales del país manejados por tres personajes que aparecen en una sola foto tomada en el Pazo de Meirás, lo que demuestra que ni el país ni el festival han cambiado apenas en sus esencias.

En Eurovisión, los cambios observados en seis décadas se deben al progreso tecnológico experimentado en el campo audiovisual, manteniéndose casi intactos los objetivos sociales y económicos que mueven y se mueven con el evento. La fórmula promocional del producto, cada país el suyo propio, permanece fiel a la mercadotecnia de la radiofórmula, casi inmutable desde los tiempos fundacionales de Los 40 Principales (1963): la productora paga y el tema suena en bucle todo el día, en casi todas las emisoras.

Los tiempos cambian, pero las personas siguen hoy igual o más controladas por la publicidad y el consumo que en la época yeyé. En 1978, la canción “El vídeo mató a la estrella de la radio” venía a anunciar la muerte de la radio a manos de la revolución tecnológica que supuso la aparición del vídeo en la industria del ocio. Fue un oráculo fallido, como lo es el que hoy profetiza el imperio exclusivo de internet: ahí siguen Eurovisión, la tele, el vídeo, la radio y los vinilos marcando territorio porque, a fin de cuentas, todo es negocio.

No sólo es Eurovisión lo que renueva su vestuario y se hace un lifting para seducir a las nuevas generaciones. En el siglo XXI, en la sociedad de la información y la comunicación, las generaciones Y, Z y Alfa consumen lo mismo que la X o las anteriores: folletines por entregas (series), charlatanes de feria (influencers), iglesias (YouTube, TikTok), jerigonzas (reguetón), guirigays (spanglish)… Y, como la jipi, la punki, la posmoderna o cualquier otra tribu urbana, piensan que son las únicas y las más revolucionarias de la historia.

Quienes tenemos una edad y un cierto bagaje sonreímos con escalofríos al comprobar que se han materializado las distopías profetizadas por McLuhan y Orwell: ya habita nuestra descendencia la Aldea Global bajo la libertad tutelada por el Gran Hermano. Y amenaza con su llegada el Metaverso, ¿ya llegó?, el nuevo escenario diseñado por el viejo canalla de siempre, el capitalismo, adaptado a estos nuevos tiempos. Prédica en el desierto fueron “Metrópolis”, “I, robot”, “Blade runner”, “Matrix” o “Avatar” entre palomitas y cocacola.

Es una paradoja cruel que las generaciones nativas en inteligencia artificial hagan uso de una inteligencia natural escasa y de baja calidad. O tal vez sea ése el objetivo real marcado a quienes programan los sistemas operativos que controlan a la sociedad. Lo más grave de todo es que a estos nativos y estas nativas digitales los separa de sus educadores naturales una brecha casi insalvable. Se puede afirmar que la familia y la escuela han sido suplantadas por las redes sociales como educadoras. Carpe diem 4.0.

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