Fachas

España 1970, lustro arriba, lustro abajo. En pueblos y ciudades, en campos y fábricas, en mercados y tabernas, en calles y plazas, en la intimidad de los hogares… la palabra “facha” nombraba, definía, marcaba. Para la población vencida, represaliada y silenciada por la dictadura, era sinónimo de gente altiva, engreída, soberbia, clasista, sectaria, agresiva, violenta. Era el facha enemigo en el barrio, en el tajo, en el vecindario, en las fiestas, en bodas, en natalicios, en sepelios… era el enemigo en casa.

Para la población vencedora, la totalitaria, hidalga, gazmoña y aristócrata, comenzaba a ser el término «facha» un baldón social, una rémora, un epíteto que manchaba, una barrera de entrada a la modernidad, a la libertad que el pueblo llano, por entonces culto y estudiado, empezaba a conquistar y a disfrutar. El facha de los 70 se avergonzaba porque era consciente de que no había honor ni gloria para quienes, como era su caso, usaban como sangriento y vergonzoso pedestal de su alcurnia el miedo y el silencio.

Presumían aquellos fachas de impunidad para sus actos, muy cercana al medieval derecho de pernada, con apoyo de la autoridad, fuerzas de seguridad, jueces y clero, unas veces silente, otras con descaro. La prepotencia del facha se fue diluyendo en la pujanza cultural que la educación universal aportaba al pueblo, liberándolo del yugo del pensamiento único al que el analfabetismo y la represión lo habían uncido durante cuarenta negros y largos años. Educación y cultura, históricos enemigos del facha.

España 2020, lustro arriba, lustro abajo. En el Congreso de los Diputados, en el Senado, en Parlamentos Autonómicos, en Diputaciones, en Ayuntamientos… en las sedes de la soberanía popular vuelven a atronar roznidos y violencias fachas. Aprovechando la desidia intelectual de una población condenada al consumo y a sufrir una crisis tras otra, los fachas exhiben con orgullo su ética hética y su anemia cultural, su ignorancia bruñida con los rayos del odio y su voluntad de aniquilar cuerpos e ideas diferentes.

España asiste en la última década a un duelo entre fachas del Partido Popular y fachas de Vox, entre neandertales y cromañones, por la supremacía en la extrema derecha. Blanden armas populistas y manipuladoras: bulos, mentiras, injurias, ofensas, ultrajes, vituperios, odio, violencia y amenazas lanzadas contra lo que no sea derecha, ultra o extrema, en despiadada pugna para ver qué formación es más facha. Altavoces fachas que, junto a los copiosos medios fachas, saturan y polarizan a la sociedad.

En una semana de ignorancia y odio extremo, han rebuznado cuatro inmundicias fachas sentando las bases para turbar la convivencia democrática en España: Carla Toscano mostró la degradación moral a que puede llegar una diputada facha, José María Figaredo rezó la plegaria del argumentario facha con su timbre de castrato, el diputado Víctor Sánchez del Real teatralizó el vasto odio facha, y puso guinda al pastel la calamidad Onofre Millares reivindicando supremacismos nazis, más que fachas.

De los otros fachas, Ayuso ha pasado, de matar por decreto en residencias, a ejecutar en urgencias sin médicos. Almeida apagó las cámaras de tráfico, cerró el Ayuntamiento a la prensa libre para cubrir la manifestación sanitaria y reventó el 25 N sin ayuda de Vox. Completó la pasarela la concejala facha de C’s Carmen Herrarte para mendigar una paguita al PP o a Vox. Entre 1970 y 2022 zurraba y sigue zurrando el facherío a mujeres, maricones, boyeras, travestis, rojos y a gente como Javier Cuesta en Granada.

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