Gris: nostalgia y melancolía

Creo que no queda más por lo que merezca la pena/respirar con euforia (J.L. Rodriguez Garcia, Tan solo infiernos sobre la hierba)

De no ver siempre desdichas, / De no mirar ruinas siempre (Calderón, El príncipe constante).

Se ha podido decir que vivimos un tiempo otoñal, un tiempo de ocaso, en el que lo viejo tarda en desaparecer y lo nuevo todavía no se vislumbra, y ya no podemos tener la esperanza del centinela de Isaías, 21,11-12: “Centinela ¿cuánto falta para el día?… dice el centinela, ¡la mañana se acerca pero todavía es de noche! Vivimos en una noche larga de la que no se entrevé el día. De igual manera, ya decía nuestro amigo el poeta y filósofo JL Rodriguez Garcia : “Pasa el Otoño como un recuerdo/lleno de selvas crecidas/ insostenibles/La Primavera está infinitamente distante/¿Crees que llegaré completamente vivo?”. Que se pueda denominar lo que viene como tecnofeudalismo remite a la caída del Imperio Romano por mucho oropel tecnológico que le acompañe.  En esa situación el color gris parece apropiado para describirla ya que dicho color remite a la ceniza, a la tristeza, a la melancolía y a la decrepitud. En nuestro tiempo parece que estamos condenados a atravesar las sombras. La línea de sombra que siempre ha servido de horizonte a la modernidad ocupa ya el espacio central. Como nos recuerda de nuevo JL Rodriguez Garcia “nuestra patria es la ceniza” y le invade “la asfixia  de este tiempo de cenizas”; de igual manera el poeta nos confiesa que divaga solo por la vida “hablando con comunistas y pájaros/de las duras melancolías” y “creyendo que no queda más por lo que merezca la pena/respirar con euforia” porque “París ha muerto/como casi todas las cosas”.

Nuestros colores son el amarillo, el color del ocaso; el azul, el color de las lejanías y la nostalgia, de los lejos de los cuadros barrocos, y el gris, la ceniza mortuoria que cubre las ilusiones pasadas, aunque sea también gris el color de la teoría según el Mefistófeles goethiano. Los colores que no son ya nuestros, desde luego, son el verde de la vida  desenfrenada y el rojo del amor arrebatado.

La sensación de final es tan presente que se podría decir con cierto sentido lo mismo que  el anciano señor que se sienta en la mesa de un pequeño restaurante y no pide nada y ante la insistencia del camarero que le pregunta “¿algo para empezar?” responde absorto, “Yo ya no empiezo. Estoy acabado”. Nietzsche en el Eccehomo dice también: “soy algo que ha sido”. De todas formas lo que habría que distinguir , sobre todo por parte de los más ancianos, es si no confunden su propio declinar con el hundimiento del mundo en su conjunto.

Gris, nostalgia, melancolía son alusiones a la situación actual. El gris como emblema de la ceniza de un fuego ya apagado; la nostalgia como conciencia de la imposibilidad del viaje de vuelta , nostos, a la tierra natal: el hombre moderno, y más todavía el postmoderno, es consciente de que no hay ya retorno posible ya que la patria ya no existe, la meta ya no es el origen; la vida es una errancia infinita, un nomadismo perpetuo, un éxodo sin tierra prometida. La nostalgia afirma y niega a la vez su objeto, lo afirma como deseo y lo niega como irrealidad actual. El objeto de la nostalgia no puede ser abordado directamente sino solo mediante desviaciones y rodeos. La nostalgia da lugar a  una tipología de lo irreal, como dice Agamben, ya que aquello a lo que alude  es inaprehensible. Y la melancolía se muestra como el cansancio frente a la vida, un cansancio más del alma que del cuerpo, como decía ya Marco Aurelio.

El gran poeta ruso Maiakovski expresaba muy gráficamente la dispersión espacial y temporal del hombre moderno al decir que mientras que una pierna va por su camino el futuro ya nos ha arrastrado más allá, convirtiéndonos en un anacronismo viviente, nunca acompasado con el propio tiempo. El poeta, en tanto que revolucionario, no tiene nostalgia por el pasado ni tiene miedo al futuro, pero lamenta la inexistencia del presente. Nunca estamos en casa, siempre estamos entrando o saliendo y, por lo tanto, no somos  nunca contemporáneos de nosotros mismos sino más viejos y más jóvenes simultáneamente que lo que sucede alrededor nuestro. Una parte nuestra va siempre un paso por delante del futuro pero otra parte va más lenta o incluso se ha quedado detrás en el pasado haciendo de retaguardia. José Luis por su parte, elije “la mansión del horizonte “ frente a “la casa primera/ donde se oraba  a los mismos dioses,/era idéntico el nombre de las nubes/ los puertos que envidiaban las naves/eran agasajados con la llegada alegre/de quienes traían el brillo de otras estrellas”. Con resonancias de Hölderlin nuestro poeta exclama : “Siempre sospechó que no hay retorno/a la casa materna…/Pues perdida está la luz del origen”.

Según Magris, la retaguardia es esa vida que ha quedado atrás olvidada, humillada, vencida, o que quizás nunca ha existido realmente ,pero a la que queremos permanecer fieles, no solo para redimirla, como Benjamin, de la indiferencia y el olvido, sino también para no estrellarnos en la enloquecida carrera hacia adelante que es nuestra vida,  que queremos detener para poder reposar en algún lugar, aunque sea ya inexistente.

Como nos ha recordado Jarauta recientemente, el melancólico sería  el individuo que desde el final de la vida contempla, con “inquietante extrañeza” como decían los románticos, la historia, una historia que es lo que nos constituye , ya que para nosotros, seres finitos, “Tempus Templum”, el Tiempo es nuestro Templo, nuestra única residencia, nuestro limite definitivo y definitorio. Nuestro presente actual es a la vez nihilista y trágico, ya que han decaído los valores que le servían de fundamento y a la vez pasa a primer plano el dolor derivado de la conciencia de la finitud, agotada ya toda trascendencia. Frente a esta combinación de nihilismo y tragedia convendría recuperar la ironía romántica, con su lejanía y frialdad. Como nos recuerda de nuevo nuestro poeta : “Un tenor viejo y borracho recita ahora/la penúltima tragedia/ y sabemos entonces que es preciso agitar el humo de las melancolías”.

Aunque frente a la melancolía no podemos ya oponer , como hizo Durero en su famoso grabado, la potencia de la geometría como medida del mundo a partir de la confianza que, ya desde Leonardo y sobre todo Galileo ,tuvo la modernidad en la potencia de la medida y la matemática , como antídoto eficaz, no hay que abandonarse a la voluptuosidad de la desilusión. Como los poetas del finis Austriae se trata de postergar el final, de cultivar el arte de la despedida, de prolongar el ocaso y de adaptarse al mismo de forma irónica para conjurar la angustia, ya que la sensación de ocaso puede ser una nostalgia frente al final y a la vez la lucha frente a esa nostalgia, y además del pasado idealizado hay que, a la vez, denunciar la ausencia y exigir su vuelta en lo que tenia de insuperable.

No obstante hay que tener en cuenta que la melancolía es una noción ambigua, polisémica, que reúne exaltación y depresión, luz y tinieblas, genialidad y parálisis. La melancolía es una enfermedad pero al mismo tiempo es un desafío, una oportunidad de mejora. También la melancolía  presenta una dialéctica de posesión y desposesión; por un lado la parálisis y la tristeza que invade al individuo y le aliena de sí mismo, pero al mimos tiempo la melancolía en tanto que posesión por un espíritu ajeno le otorga una cierta consistencia. La melancolía es una oscuridad que puede conducir a la luz; es como el ‘paso al negro’ de la tradición alquímica, el momento purificador que permite llegar a lo más noble. La melancolía es polisémica, es un temperamento unas veces y otras una enfermedad. En el Renacimiento gracias a la obra de Marsilio Ficino la melancolía sufre una estetización y pasa de ser una enfermedad a ser la base de la creación poética. Pasa de ser una furia, es decir una enfermedad, a ser furor, es decir, el rapto poético del que hablaba Platón. El desengaño, tonalidad afectiva de nuestra época, es la causa y el efecto de la melancolía epocal, el resultado de la ruptura de los sueños, del sueño ilustrado y del sueño socialista, quizás  incompatibles con el desarrollo actual de las fuerzas productivas. La nostalgia por lo perdido lleva a intentar conservarlo de forma alegórica, como muy bien supo ver Benjamín, que situaba al luto en el origen de la alegoría , una alegoría que petrifica el ideal perdido mostrando la historia detenida en su efigie mortuoria y caduca, y que proyecta dicha historia, en tanto que ruina y escombro, sobre la inmovilidad pétrea de la naturaleza, caída y muda.

La melancolía no es resignación ni abandono como de nuevo nos recuerda Jose Luis “Conservad el mínimo rasgo dela belleza olvidada./Pues no es cobarde la sombra melancólica…/ Alta e invencible se muestra su ética rotunda./Oasis suena todavía posibles, y a fenecidos/ himnos sustituye al alba  con implacable rigor./Cante  hermosamente el naufragio  de naves amadas”. La nostalgia y la melancolía son índices de tiempos pasados que conservan, sin embargo, su valor ya que, como nos vuelve a recordar Jose Luis : “Fulgura en su huella/el orgullo de un tiempo más rebosante/ y hermoso es su temblor callado/ cuando, exhausta, el reto de la Noche/hiela su júbilo y su trazo”. De la misma manera: “Acaso los días vividos por el hombre/solo germinen/como  lástima y crepúsculo/pero santa será la plenitud de la memoria”.

En conclusión, el gris parecería ser el color que mejor se adaptara a nuestra situación actual al menos en los aspectos ético-políticos, ya que los aspectos científicos y tecnológicos presentan mejor aspecto. Se constata el agotamiento del modelo del Estado de Bienestar de corte socialdemócrata que ha sido el mayor logro civilizatorio hasta la fecha, a pesar de sus deficiencias de participación política, respeto al medio ambiente e imposición al resto de las culturas. Las probabilidades de una inversión civilizatoria son grandes. En este contexto  una nostalgia melancólica que no olvida los logros obtenidos y lucha, aun sin esperanza, por conservarlos y si es posible desarrollarlos, no es una postura derrotista y paralizante sino más bien una llamada a la movilización. Lo anterior no obsta para reconocer la necesidad imprescindible de adaptar el ideario y las tácticas a las nuevas condiciones sociales, políticas y sobre todo culturales y hasta antropológicas. La necesaria autocritica de la modernidad no puede conllevar el abandono de su ideario igualitario en defensa de la libertad y la solidaridad. Las limitaciones del universalismo moderno se superan con un universalismo más universalista e inclusivo de los elementos dejados fuera por el universalismo moderno en su versión capitalista restringido que dejaba fuera a las mujeres, las otras culturas y el medio ambiente. Como siempre se trata de articular y enhebrar los distintos mimbres subalternos sin excluir ninguno. El adanismo no suele ser una buena política: la idea de que todos lo han hecho mal pero nosotros partiendo de cero lo vamos a solucionar todo además de altanera es falsa. Se trataría de no caer en las seducciones del sujeto neoliberal propulsor de una miríada de identidades en pugna entre si y plantear la necesidad de construir un sujeto colectivo lo más amplio y democrático posible que retome los ideales clásicos adaptándolos a la época sin adulterarlos. Dados los mimbres de que disponemos esto parece hoy por hoy utópico pero quizás no quede otro remedio si no queremos que la herencia ilustrada, liberal (del siglo XIX) y  socialista (socialdemócrata y comunista) se pierda. De todas formas, conviene recordar con Deleuze que la hierba crece  y que hay una vida inmanente que siempre resiste: Eros no se resigna a que  Thanatos sea la última palabra.

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