La importancia del protocolo

El viernes de esta semana se celebró en la Universidad de Granada la toma de posesión de un grupo de Profesores Titulares, en solemne acto ante la Rectora. El acto se celebró en un entorno histórico especialmente emblemático, destinado a este tipo de eventos protocolarios. Se trataba del crucero del Hospital Real, que es la sede de su rectorado. Como todos los actos de este tipo, la puesta en escena estuvo diseñada con todo lujo de detalles, ubicándose los que iban a ser nombrados en una sala, los familiares en otra y las autoridades académicas en el centro. Conforme íbamos siendo nombrados, nos acercábamos a una mesa en la que prometíamos o jurábamos, pasando posteriormente a la mesa de autoridades en la que se nos hacía entrega del documento acreditativo y de una medalla de la Universidad.

Digo que íbamos siendo nombrados, porque uno de los presentes era yo mismo, pese a mis 64 años. Aunque no le solía dar mucha importancia a este tipo de actos, sin embargo, en esta ocasión, tenía un significado especial, pues representaba la culminación de mi vida profesional, que en su última fase de actividad había cambiado de orientación de forma radical, por decisión personal. Mi incorporación tardía a la docencia me supuso tener que redoblar los esfuerzos para intentar conseguir las oportunas acreditaciones y reconocimientos, al menos antes de mi jubilación. Este era el verdadero sentido de este acto para mí. Por eso me he sentido especialmente reconfortado, pues, en definitiva ha sido el reconocimiento a un esfuerzo y el cumplimiento de un objetivo. Es lo que quiero compartir con mis lectores. Pero también, aprovechando que se ha tratado de un solemne acto protocolario, considero de interés, también, explicar mi posición al respecto.

Cuando era mucho más joven, en esos años en los que la “rebeldía” es nuestra principal característica, recuerdo que me reía mucho de las cosas que decía y hacía el cura de mi pueblo. Que pusiera en escena siempre lo mismo y repitiera las mismas oraciones, me aburría y me parecía una inutilidad. En cierta ocasión, en Rumanía, a propósito de un viaje al castillo de Bran, aprovechando un congreso académico, hicimos un alto en el camino para visitar un famoso monasterio ortodoxo. Coincidía que se celebraba la misa dominical, con el pope vestido con toda su indumentaria, de espaldas al público, cantando de forma muy metódica. Los feligreses permanecían de pie. Siguiendo la ceremonia con un profundo respeto y recogimiento. Se respiraba en el ambiente tal sensación de paz y armonía, que nos mantuvimos allí, quietos, más tiempo del que teníamos previsto. Fue una de las veces que entendí con mayor claridad el sentido de lo que la Iglesia Católica venía practicando desde hacía más de dos mil años, con bastante éxito.

También, durante mi actividad como letrado en ejercicio, al principio tuve alguna dificultad para entender el sentido de la Toga en la actuación profesional. Pensaba yo que era una prenda inútil, que debería suprimirse. Para administrar justicia, no lo consideraba necesario. Sin embargo, con el paso del tiempo, tras ver y experimentar comportamientos bastante desagradables de algunas de las partes en los procesos, entendí lo importante que era mantener unas reglas claras de comportamiento y respeto. Sobre todo, el ir vestidos todos de igual forma para el proceso, salvo los signos distintivos de las distintas autoridades. Primero, para no producir indefensión en la otra parte. Segundo, para que la argumentación jurídica no estuviese reñida con el respeto máximo a la otra parte. No se trataba de vencer al adversario con la fuerza bruta o con las ofensas. Ni porque se iba mejor o peor ataviado. Se debía de hacer con argumentos lógicos y contundentes. Había que llevar razón, pero también saber explicarla con respeto hacia los demás. Si esto se hacía, tenías una gran probabilidad de que el que tenía que darte la razón, es decir, el Juez, te la diera. No conozco ningún caso, tanto de los que yo he llevado, como de los que han defendido otros colegas, que se haya ganado por avasallar a los demás.

En el caso que relato de mi nombramiento en solemne acto en la universidad días atrás, el asunto fue que yo había sido situado en los últimos lugares, a petición propia, pues hablé con los responsables de protocolo y les conté que esa misma mañana tenía que asistir a un pleno del Ayuntamiento de mi pueblo, Dílar, como concejal que soy, y que no estaba seguro de que pudiera acabar con el tiempo suficiente como para llegar al acto a la hora convocada. Así se hizo y, aunque “in extremis”, llegué justo a tiempo de recibir mi acreditación.

Pero el pleno del que venía fue bochornoso. El alcalde, que es el que lo preside, se dedicó a cortar la palabra a los representantes de la oposición. A ofender a los partidos contrarios al suyo. A mentir cínicamente. A liar los asuntos. Incluso llegó a ofenderme personalmente. El problema era debido a que en ese día se debatía un asunto de vital importancia para el municipio. Se trataba de delegar las competencias legales que tienen los municipios sobre la gestión del agua de consumo, a favor de una instancia supramunicipal, a la que, a su vez, le gestiona el suministro y cobro de facturas del agua potable una empresa privada multinacional. Para ello tenía que argumentar que esto era obligatorio, a raíz de un informe de dudosa validez y legalidad.

Evidentemente, como los argumentos jurídicos de la parte contraria eran más consistentes, la única opción que le quedó fue romper el protocolo y dedicarse a hacer todo lo contrario a lo que corresponde a la labor de alguien que preside un organismo tan serio como es un consistorio municipal. Viva imagen de lo que hacen sus compañeros de formación política a otros niveles.

Lo más grave de todo es que no era necesario nada de ello. Al tener mayoría absoluta, pese a la pobre argumentación empleada, tenía garantizada la aprobación de la privatización del agua en un municipio que, históricamente ha presumido de tener una de las aguas más sanas y constantes de toda la provincia. Pero, claro, se hubiera notado mucho que detrás de todo esto hay una vergonzosa operación especulativa fomentada desde su partido, a la que solo nos falta ponerle cara con la cantidad de dinero pactado en otro documento, que con el tiempo saldrá. Por eso, el mismo que ya fue “cazado” por la fiscalía cobrando dos sueldos de la Administración Pública, ahora tenía que intentar camuflar esta operación con su conocida mala educación y peor comportamiento.

Una pena que, pese a ser universitario, no haya aprendido nada del viejo protocolo de una histórica y prestigiosa institución, como es la Universidad de Granada, en la que se graduó.

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COMENTARIOS

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    Antonio 3 años

    «Gaudeamunus igitur» profesor de la UGR. Me estaba gustando el artículo hasta que en lugar de seguir el relato personal íntimo de la emoción hasta la evocación de aquellas familias ( años 1960…la tuya…las nuestras) susurrando nos de alguna forma el camino de los libros e instituciones como la Universidad (los ausentes siempre se sitúan en el crucero de frente a los suyos para los retoques de vestuario) saltas al escenario político de las servidumbres personales….En una sala cercana al espacio que tan bien describes nos reconforta sentirnos parte (lo común nos necesita)de la música en la UGR..»escucha hermano la …de la alegría». Felicidades y buen trabajo profesor…profesor!

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    Antonio 3 años

    «Gaudeamus igitur»…perdón.Breve e intensa la vida.

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