La investidura fallida o el pánico a cascar huevos para hacer la tortilla
Dice una vieja expresión francesa que sin cascar huevos no se hace una tortilla. Hay quien atribuye la frase a Robespierre, en un intento de justificar el terror revolucionario, que por cierto se acabaría cobrando su propia cabeza. Aunque otras fuentes sitúan su origen en un momento posterior, a mediados del siglo XIX. Sea como fuere, trayéndola al aquí y al ahora podría servir para ilustrar cómo sin tocar los intereses del poder económico no se mejora la vida de la mayoría social. Eso lo sabían los que crearon los estados sociales basados en la fiscalidad progresiva, que consagran las constituciones de la Europa más avanzada, aunque sea este un principio que no ha dejado de degradarse en las últimas décadas. Sin hacer pagar más impuestos a quienes más tienen nunca habríamos tenido sanidad universal. Y nunca se habría visto a hijas de jornaleros llegar a la universidad. La tortilla del estado social fue posible en Europa Occidental cascando esos huevos, en parte porque la socialdemocracia europea era más fuerte, en apoyo y en consistencia ideológica, de lo que es hoy. En parte porque la presión sindical, en forma de huelgas capaces de paralizar países, lo hizo posible. Y en parte porque había un contramodelo que tras la II Guerra Mundial se había impuesto en la otra mitad de Europa. Un modelo alternativo que, al precio, sin duda excesivo, de sacrificar libertades, garantizaba empleo, educación y salud pública para toda la población. El capital entendió que tenía que sacrificar algunos huevos para que no perderlos todos. Ese estado social que ya se había comenzado a desarrollar en el primer tercio del s. XX, pero se consolidó de la mano de gobiernos conservadores, liberales y socialdemócratas después de 1945, generó el mayor periodo de prosperidad que ha conocido Europa… hasta la crisis de 1973. Es lo que, también en Francia, llaman “los 30 (años) gloriosos”. Fue posible, gracias a que el capital, para salvar sus huevos más preciados, aprendió a distribuirlos en distintas cestas, de modo que ganase quien ganase las elecciones en los sistemas bipartidistas predominantes, siempre ganaba la banca. Y el capital.
Pero vino la crisis del petróleo y con ella llegó el cuestionamiento de ese modelo. La elección de Margaret Thatcher en 1979 y la de Ronald Reagan en 1980 marcó el punto de inflexión. Y, del mismo modo que las derechas habían asumido en la posguerra el estado social, la socialdemocracia europea abrazó el nuevo paradigma neoliberal. Así, desde finales de la década de 1970, raramente se ha visto a un partido socialista en un gobierno europeo que se haya atrevido a tocar los intereses de las élites para lograr avances para la base electoral que lo sustenta. Si hubiera que buscar alguna excepción en las cuatro décadas transcurridas desde entonces, tal vez solo encontraríamos dos, breves y relativas. Ambas en Francia, siempre Francia. La primera es la de los dos primeros años (1981-83) del primer septenato de Miterrand, con un gobierno que incluía ministros comunistas y se apoyaba un programa común de la izquierda pactado 9 años antes, y por tanto previo a la crisis del petróleo y en gran medida surgido de la convulsión social del mayo de 1968. Entre las medidas de aquel programa figuraba, oh herejía, la nacionalización de la banca. Pero había otras significativas, como la nacionalización, también, de los sectores industriales estratégicos. O la quinta semana de vacaciones pagadas, o la subida de un 10% del salario mínimo, el aumento de las ayudas familiares, la derogación de los tribunales militares, la abolición de la pena de muerte… No era una revolución socialista, porque el capital privado seguía siendo mayoritario y la banca extranjera no fue nacionalizada, pero era lo más parecido a una subversión del orden social que se había visto a este lado del muro de Berlín.
Dos años le duró al viejo Tonton la osadía, o la valentía, según se mire. La patronal respondió con fugas masivas de capitales que llevaron a dos devaluaciones del franco en pocos meses y Miterrand, en vez de capear el temporal, atarse los machos y sostener el rumbo, apoyándose en la movilización popular que lo había aupado al poder político, dio un giro neoliberal a su política, conocido como “el giro del rigor” que provocó la fuga de los ministros comunistas. Volvieron las privatizaciones, las congelaciones salariales y los recortes de derechos. La prioridad era que el franco no saliera del sistema monetario europeo. No existía entonces el corsé del euro, pero sí algo parecido.
Felipe González, que ganó las elecciones por primera vez un año después que François Mitterand, ni siquiera hizo amago de imitar su camino. Él ya había prometido abandonar cualquier veleidad marxistizante, poniendo su cabeza como garantía ante los poderosos. Y además, acababa de merendarse a un partido comunista de por sí, por aquel entonces bajo la dirección de Carrillo, mucho menos revolucionario que sus camaradas franceses. Su primer ministro de Economía fue un tal Miguel Boyer, más recordado por sus devaneos con la alta sociedad que por haber buscado una distribución más justa de los ingresos. Bien es cierto que promovió una expropiación, la de la RUMASA de Ruiz Mateos, pero no para poner el holding al servicio del interés general, sino para malvenderlo poco después a empresarios amigos como Cisneros y otros. Más tarde vino aquel Solchaga que presumía de que España era el país europeo donde resultaba más fácil enriquecerse. Lo de que el mundo iba a cambiar de bases se dejaba para mejor ocasión. Un país sin memoria de revoluciones triunfantes, al que le amputaron de forma sangrienta sus más brillantes generaciones de intelectuales, sindicalistas, políticos, que salía de la larga dictadura franquista con más miedo que impulso transformador, aceptó aquello de que daba igual el color del gato con tal de que cazara ratones. Y así se prolongó en el gobierno el llamado “clan de la tortilla”, sin cascar más huevos que los de los obreros de los astilleros de Cádiz, altos hornos vascos o valencianos y minas asturianas, que se quedaron sin trabajo gracias a la “reconversión” industrial, el peaje que nos impusieron para entrar en Europa. Naranjito, la “Movida” y Curro hicieron el resto para que toda aquella sangría industrial y laboral se disfrazara de tránsito a la modernidad.
Pero, volviendo a Francia, la segunda excepción a la que me refería fue el del gobierno de la “izquierda plural”, de Lionel Jospin, entre los últimos estertores del s. XX y el albor del XXI. En aquel gobierno de coalición, sí, de coalición, había ministros socialistas, comunistas, verdes y hasta de otras pequeñas formaciones como los radicales de izquierda o el partido fundado por Jean-Pierre Chevènement, un exministro de Miterrand que desertó cuando lo del famoso “rigor”. Es interesante recordar, por si sirviera de referencia, que en la Asamblea Nacional francesa de entonces los socialistas tenían 242 escaños por 36 de los comunistas, 13 del partido radical de izquierdas y 7 del movimiento de los ciudadanos, más 6 de los verdes. Y que si en el legislativo la proporción entre socialistas y comunistas era de 6,7 a 1, en el gobierno fue algo menor, de 6 a 1, ya que por 18 ministros socialistas había 3 comunistas. El partido radical de izquierdas tenía el mismo número de ministros que los comunistas, aunque con menor representación parlamentaria. Cualquier parecido con nuestra realidad actual sería un milagro de esos que ocurren rara vez.
Pero lo sustantivo es que aquel gabinete, que tuvo que convivir con el mandato presidencial del conservador Jacques Chirac en un país de fuerte sesgo presidencialista, si bien no fue tan ambicioso como el de Mitterrand 16 años antes, sí dejó en su historial medidas inéditas hasta hoy en otros países del entorno europeo. La más destacada fue la ley que reducía la jornada laboral a 35 horas semanales, aunque su versión final sufrió algunos recortes respecto a las aspiraciones iniciales. Pero también fue el gobierno que apostó por el empleo juvenil creando 700.000 puestos de trabajo en el sector público o semipúblico. Y el que se negó a firmar el neoliberal Tratado de Amsterdam en tanto no se iniciaran, para compensar, las negociaciones sobre un tratado social europeo.
Supongo que no necesito explicar las razones de este breve repaso histórico propio tal vez de un afrancesado, algo muy mal visto en España desde los tiempos de Goya, no muy lejanos a los de Robespierre. En España hemos estado más cerca que nunca de sumarnos a esa escasa historia de las excepciones europeas a la norma neoliberal que el PSOE español había seguido siempre con fidelidad absoluta. Existía la posibilidad de demostrar que otras políticas eran posibles, y esta vez de nuevo en una economía importante en Europa. Ya se había demostrado que se podía subir significativamente el salario mínimo sin provocar la hecatombe que auguraban los guardianes de la ortodoxia. Y se abría la esperanza de profundizar y extender las medidas de justicia y avance social. Demasiado para lo que los que mandan sin presentarse a las elecciones están dispuestos a tolerar. Nada que no se supiera desde las confesiones de Sánchez a Évole en 2016, pero si esta vez había un tenue rayo de esperanza es porque al mando de la socialdemocracia había alguien que había llegado a dirigir su partido, contra todo pronóstico, después de ser defenestrado por los herederos de Felipe González, reivindicándose de izquierdas, cantando la Internacional puño en alto, y llegando a denunciar en televisión presiones de los poderes económicos y mediáticos para no pactar un gobierno de izquierdas tras las elecciones de 2015.
La verdad de lo que ha sucedido en estos más de tres meses transcurridos desde las elecciones del 28 de abril no se ha publicado, por más que la ciudadanía haya asistido atónita a la retransmisión casi en directo de unas negociaciones a las que se presuponía discreción. Y tal vez no se sepa nunca, porque es dudoso que esta vez haya otro Salvados u otra operación “Salvar al soldado Sánchez”. Sin embargo, contamos con las declaraciones públicas de Ana Patricia Botín, presidenta del mayor banco del país, al día siguiente de las elecciones y con el sentido común para imaginar que los mismos actores han desempeñado similares papeles a los de entonces. Y con parecido resultado, al menos por el momento.
El contexto es otro ahora. Quienes entonces quisieron liquidar a Sánchez ahora lo apoyan y lo hacen solo a cambio de la promesa de no cascar según qué huevos para cocinar la tortilla del gobierno de España. Ahora se adornará el fracaso de la negociación para la reciente votación de investidura con la construcción de un relato donde el culpable será el otro, el arrogante, el inexperto, el osado, el ávido por lograr sillones a toda costa, el ególatra, el líder autoritario de su partido. Pero todo eso será puro humo. Los huevos de quien todos sabemos están a salvo.
La izquierda social española, asustada no sin razón por la posible victoria del trifachito en una hipotética repetición electoral, haría bien en aprender algo más de la experiencia de nuestro vecino del norte: fue aquel paso atrás de Miterrand, que acabó con las grandes expectativas de progreso social generadas por el “programa común de la izquierda” francesa, el que abrió una autopista para la irrupción de la extrema derecha francesa, que no ha dejado de crecer desde aquellos años 80 a costa de la base electoral de comunistas y socialistas. La izquierda está obligada a entenderse para evitar algo semejante en nuestro país, pero sobre todo está obligada a que su acción de gobierno esté a la altura de las expectativas de cambio social, económico y político que en España se abrieron un mes de mayo, no de 1968, sino de 2011. Por cierto, a veces se nos olvida que el libro de cabecera de quienes impulsaron aquel movimiento en nuestras plazas también venía de Francia, de un miembro de la Resistencia al nazismo, un tal Stéphane Hessel. Se titulaba “Indignez-vous”. En español: Indignaos.