La relativa infinitud
En la antología ‘Joven poesía española’ de Concepción G. Moral y Rosa María Pereda, editada en 1982 —en el venerado número 107 de Cátedra— cada autor, antes de exponer su selección de poemas, nos ofrece una poética personal. José María Álvarez, para explicar su forma de componer versos, comienza así: «Estimado señor: Me pide usted una Poética. Me acuerdo de aquella noche en que tocaba Johnny Hodges. Y un curioso le preguntó que cómo tocaba. Entonces Johnny se quedó mirando, cogió el saxo, y empezando JUST A MEMORY [las mayúsculas son suyas], dijo: Esto se toca así».
Monterroso, en uno de sus apólogos, recuerda que un día una periodista (cuento de memoria, pues no encuentro la referencia), le hizo la pregunta -de cansina obligatoriedad- sobre qué estaba leyendo en ese momento. El autor guatemalteco, sin atender mucho a su mesita de luz (como llaman los sudamericanos a la mesita de noche donde gravita la lámpara para leer al acostarse, el vaso de agua, el despertador e incluso algún pastillero), respondió simplemente: «Todavía voy por ‘El Quijote’».
Jorge Luis Borges, en ‘La poesía gauchesca’, perteneciente a su libro ‘Discusión’, de 1932, comienza diciendo: «Es fama que le preguntaron a Whistler cuánto tiempo había requerido para pintar uno de sus nocturnos y que respondió: ‘Toda mi vida’. Con igual rigor pudo haber dicho que había requerido todos los siglos que precedieron al momento en que lo pintó».
Igualmente, resumo un pequeño cuento japonés que escribí hace tiempo: Un señor principal le encarga a un artista gráfico que escriba su nombre en bellos caracteres para colgarlo en su estancia. Ante la tardanza del escribano, el potentado se presenta con manifiesta indignación ante él y le requiere el trabajo. El artista extiende una tela de seda blanca y, con un pincel impregnado en tinta, escribe con la mayor belleza habida el nombre del señor y le pide sus elevados emolumentos. Alarmado el cliente dice que no piensa pagar esa exagerada suma por un trabajo que ha realizado en menos de diez minutos. Entonces el amanuense abre un armario y se desparraman infinitos papeles donde había ido ensayando hasta ese momento el nombre de aquel señor.
Bástenme estos ejemplos para demostrar la ley universal de la relatividad, sin recurrir a don Alberto, y, por ende, a la idea de infinitud.