Las asignaturas pendientes de la derecha española

El triste incidente de hace unas semanas en el que la portavoz del Grupo Popular en el Congreso tildó de ‘terrorista’ al padre del Vicepresidente del Gobierno pone de manifiesto las graves carencias democráticas que evidencia la derecha española. Definir como terrorista a un luchador por la democracia contra la dictadura,(quizás a través de medios inadecuados, es cierto), aparte de poner de relieve la utilización del término terrorista sin ninguna referencia teórica sino solo como mero insulto, muestra la falta absoluta en la sociedad española, y especialmente en el lado derecho del espectro político, del sentimiento antifascista que cimentó la reconstrucción de Europa en los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial (ganada, y no hay que olvidarlo, mediante la alianza del capitalismo democrático con el socialismo de la URSS contra el capitalismo nazi-fascista) cuyo resquebrajamiento también en estos países es el responsable, al menos en parte, del actual auge de movimientos populistas de extrema derecha.

La transición española, tan modélica para algunos, que en su momento, por cierto, la criticaron, analizada en perspectiva muestra sus limitaciones. Lo que los poderes fácticos interpretaron como un simple cambio institucional sin ruptura con las leyes Fundamentales franquistas ( la Ley de la Reforma Política de 1977 se presentaba como el paso de “la ley a la ley”, y no se puede olvidar que el paso de la primera –franquista- a la segunda –protodemocrática- se hizo siguiendo los procedimientos de la legislación franquista) se interpretó por las clases populares como la ruptura con la dictadura sin ser conscientes de las continuidades esenciales que ligaban, y siguen ligando, la naciente democracia con la anterior dictadura. La transición fue solo política, manteniéndose la continuidad esencial en los demás aspectos de la constitución material de la nación: los poderes económicos, policiales, militares, judiciales, religiosos, mediáticos. La continuidad más evidente era la del propio jefe del estado: el mismo que acompañó a Franco en el balcón de la Plaza de Oriente en la manifestación de apoyo por los últimos fusilamientos en octubre de 1975, última comparecencia pública del dictador que murió cincuenta días después, era quien se presentaba ahora como quien trajo la democracia a España. Por otra parte, la monarquía que sucedió a Franco fue una monarquía instaurada por el dictador y no restaurada, hasta el punto que la continuidad monárquica solo se restableció tras la abdicación de Don Juan en Juan Carlos en mayo de 1977 que reconoció a su hijo como el sucesor de Alfonso XIII en la plenitud de los derechos dinásticos.

Una de las decepciones más grandes que tuvimos algunos muchos años después fue comprender que la Ley de Amnistía, que nosotros interpretamos como la rehabilitación de los perseguidos injustamente por la dictadura, era en realidad la absolución de los crímenes de la dictadura, como hemos visto recientemente con las dificultades para retirar sus condecoraciones a uno de los torturadores más notorios de aquella triste época. En España no se depuró a nadie, ni policía, ni militar, ni político, y mucho menos a los poderes económicos y mediáticos que pasaron casi sin cambios de la dictadura a la democracia, poniendo en evidencia que el dictador no se equivocaba al decir que lo dejaba todo “atado y bien atado”.

Lo anterior no obsta para que no se pueda atribuir que se impusiera la reforma de la dictadura frente a la ruptura radical con la misma a la traición de los dirigentes izquierdistas de la época, especialmente del PCE y CCOO, el núcleo esencial de la resistencia antifranquista, como a veces se ha recriminado desde la extrema izquierda. Frente a un ejército y unas fuerzas de seguridad intocadas, la clase política franquista, las bandas de extrema derecha que se movían a su antojo y el apoyo exterior del Departamento de Estado norteamericano, el SPD alemán y el Vaticano, poco más se podía hacer, teniendo en cuenta que fue la apuesta decidida de Suárez, quizás consciente del poder movilizador de la izquierda comunista, la que llevó a una democracia completa, incluida la legalización del PCE, cosa que en aquellos momentos, ni siquiera el núcleo dirigente del PSOE, controlado por el SPD alemán, defendía como lo prioritario.

La transición fue posibilitada por la crisis interna de la dictadura que, tras la muerte de Carrero Blanco, se quedó sin un repuesto franquista creíble pero también se vio impulsada por la ola de contestación social de aquellos años. El primer proyecto de transición, diseñado por Arias y Fraga, pretendía una mera reforma del régimen franquista más que una verdadera democracia, pero las luchas sociales, la calculada ambigüedad de Suárez, y del rey, y quizás la convicción de que los españoles ya eran suficientemente ricos como para ser revolucionarios, llevó al diseño de una democracia homologable, aunque con la tutela de los poderes fácticos internos y externos y una ley electoral favorable a las derechas. De los dos objetivos de la ruptura, un gobierno provisional y un proceso constituyente, solo se consiguió, y a medias, el segundo, ya que el protagonista no fue la calle sino los acuerdos en los despachos entre los jerarcas del régimen y algunos de los dirigentes de la oposición de izquierdas y nacionalistas. Toda la transición se movió entre la necesidad de tener en cuenta las movilizaciones sociales que exigían las libertades y una democracia homologable y las exigencias de preservar la mayoría de los intereses de clase de la burguesía franquista, así como la renuncia a enjuiciar y cambiar el aparato de estado de la dictadura. Todo lo cual lleva a que la transición supusiera el triunfo del franquismo sociológico y se configurara como un cambio político y cultural pero no social ni económico, debido a que en su base estaba un debate técnico entre las élites del gobierno y de la oposición que no concedió a la ciudadanía la posibilidad de participar de forma activa en el proceso constituyente, lo que dificultó la posibilidad de tener conciencia de las consecuencias de los pactos que fundamentaron dicha transición.

Por eso en este momento no es posible santificar la transición ni la Constitución que fue su resultado al ser conscientes de las circunstancias tan poco favorables a los demócratas en las que dicha transición se fraguó. El reconocimiento de la realidad de la transición y la ruptura definitiva con el franquismo, tanto en sus aspectos históricos como en sus pervivencias actuales, siguen siendo asignaturas pendientes para la derecha de este país que, al contrario de sus homólogas europeas, no ha renegado ni siquiera de forma retórica de sus orígenes franquistas ni de sus continuidades con la dictadura.

* Quizás a Cayetana Álvarez de Toledo le convendría recuperar algo del talante pactista y pluralista de aquel al que dedicó su tesis doctoral, dirigida y prologada por J. Elliot y que, según ella misma dice, se puedo realizar gracias a que le abrieron un archivo particular madrileño cerrado al público en el que se conserva la documentación más importante sobre el obispo y virrey Don Juan de Palafox, objeto de su estudio, gracias a los buenos oficios del marqués de Santillana. Hay que reconocer que los privilegios de la aristocracia, aunque bastante mermados respecto a los que tenían en el siglo XVII, siguen siendo bastante notables, hasta en el acceso a información privilegiada y restringida.

 

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