Los límites de la libertad de expresión
Las calles están incendiadas en defensa de la “libertad de expresión”. La gota que ha colmado el vaso, de lo que para algunos es un tremendo déficit democrático de nuestro país, ha sido el encarcelamiento de un señor, que hasta ahora yo no conocía, que se hace llamar Pablo Hasél, -nombre artístico tomado del personaje de un cuento árabe que asesinaba a reyes-, según nos cuenta Jesús García en un artículo de El país del 20 de febrero, titulado “Pablo Hasél: rap, rabia y revolución”. A él me remito, por si alguien quiere husmear en los méritos que han hecho al rapero revolucionario merecedor de la pena de cárcel.
El asunto de la libertad de expresión lo he tratado en artículos anteriores, y también en informes elaborados para defender casos judiciales de honorables sindicalistas, que algunos querían llevar a prisión. Unos pleitos se han ganado, pues era de justicia que así fuera el resultado. Y otros se han perdido, porque los juzgadores, en esas ocasiones, consideraron de justicia que los perdiéramos. Recordar las razones jurídicas de unos y otros, pero también las académicas y doctrinales, o incluso las ideológicas, usadas, creo que pueden ser de utilidad en estos momentos.
En el año 2009 me preguntaba en un artículo en El Faro de Ceuta titulado ¿Se puede difamar a las religiones?. Lo hacía a propósito del informe preparado por el entonces Relator de las Naciones Unidas, Doudou Diène, para la conferencia de Durban sobre racismo, xenofobia y formas conexas de intolerancia. Lo que venía a proponer era que la difamación de las religiones se incluyera dentro del ámbito jurídico de los derechos humanos como ‘incitación al odio’. Entre sus razones se encontraba el pensar que el discurso del ‘choque de civilizaciones’ era erróneo y que los derechos humanos eran el principal terreno de diálogo de las mismas, aunque fuera partiendo de posiciones divergentes. Lo hacía, a consecuencia del supuesto trato discriminatorio que se estaba dando a los musulmanes desde los atentados del 11-S.
Evidentemente, algunos no estábamos a favor de esta propuesta. La razón era que la libertad de ideas y creencias era algo que se contenía en las primeras Declaraciones de Derechos. El problema surge cuando la ideología como sistema de creencias se convierte en un sistema de creencias religiosas, que rigen la vida colectiva e individual de una comunidad. Es en este momento cuando pueden originarse conflictos con las otras comunidades, sobre todo cuando no se entiende la separación entre lo religioso y el poder político. La clave está, bajo mi punto de vista, en el derecho fundamental a la libertad de expresión, que en nuestro caso es superior a otros derechos, si bien limitada por su concurrencia con el interés general y por la formulación de opiniones injuriosas o calumniosas contra personas físicas o jurídicas, tipificas como delito en nuestro Código Penal.
Más adelante, a propósito de los atentados por las caricaturas de Charlie Hebbo, hablé en otro artículo sobre “El poder de la palabra”. Recurría a la frase «La pluma es más poderosa que la espada» (The pen is mightier than the sword), atribuida al autor ingles Edward Bulwer-Lytton. Lo que decía entonces era que la libertad de expresión es una de las grandes conquistas de la sociedad y la piedra angular sobre la que se asientan las democracias. Su verdadero valor lo saben apreciar bien aquellos que vivieron, y sufrieron persecución, bajo la dictadura franquista, en el caso de España; y los que aún viven en regímenes políticos en los que una opinión puede equivaler a años de prisión, tortura, o incluso la muerte. Pero también, recordaba que con la excusa de la libertad de expresión se podían cometer atropellos e injusticias, difícilmente justificables, y violentar otros derechos, como el del honor, la imagen, o la libertad ideológica, religiosa y de culto, por citar sólo algunos. En esos casos debían de ser los Tribunales de Justicia los que resolvieran la cuestión.
Jurídicamente hablando, el asunto viene de antiguo, pues se trata del debate doctrinal, intenso y profundo, en torno a los diferentes derechos que amparan y protegen las distintas Constituciones y Declaraciones Universales de Derechos; así como a los límites en su ejercicio, que remontándonos en el tiempo podría llegar incluso a los orígenes del iusnaturalismo. El problema es casi siempre fijar estos límites, pues aunque se reconoce que los mismos han de estar en el respeto a los otros principios, sin embargo, cuando se enfrentan dos derechos, igual de importantes, a veces no se sabe establecer cuál debe prevalecer, si el derecho a la información veraz, o incluso a la crítica mordaz, o el respecto a los demás.
Lo que me dijo una jueza de lo penal, en la sentencia de un caso que perdí, en esencia, fue lo siguiente: “Nuestra Constitución ha consagrado por separado la libertad de expresión –artículo 20.1 a)- y la libertad de información –artículo 20.1 d)-. Por esta razón, el Tribunal Constitucional deslinda previamente los supuestos en que se halla en juego el derecho a la libertad de expresión y aquellos en los que se contempla el de la libertad de información. Así, entiende que la primera –la libertad de expresión- tiene por objeto la libre expresión de pensamientos, ideas y opiniones, concepto amplio dentro del cual deben también incluirse las creencias y los juicios de valor; y la segunda –la libertad de información-, la libre comunicación y recepción de información sobre hechos o, más restringidamente, sobre hechos que puedan considerarse noticiables. Pero la Constitución «no reconoce un pretendido derecho al insulto» (STC 6/2000), lo que no quiere decir que se veden, en cualesquiera circunstancias, expresiones hirientes, molestas o desabridas, sino que están excluidas las expresiones absolutamente vejatorias y que resulten totalmente impertinentes para expresar las opiniones de que se trate. Pues, ciertamente, una cosa es efectuar una evaluación personal, por desfavorable que sea, de una conducta, y otra cosa muy distinta emitir expresiones, afirmaciones o calificativos claramente vejatorios desvinculados de esa información y que resultan proferidos, gratuitamente, sin justificación alguna. (STC de 15 de octubre de 2001). “.
La verdad es que esta sentencia, aunque me molestó en su primera lectura, pues condenaban a mi defendido, con el paso del tiempo y una lectura más sosegada de la misma, me ha aclarado mucho mis ideas y mis opiniones sobre la libertad de expresión y sobre la salud de nuestra democracia.
Trasladando estos principios jurídicos al presente caso, aunque no conozco bien los términos de las sentencias del rapero Pablo Hasél, sí considero que el muchacho se ha pasado un pelín en los mensajes y soflamas incendiarias que lanza. Gilipolleces en muchos casos. Evidentemente, esto no le puede salir gratis. Nuestro sistema tiene carencias, y ha de mejorarse. Pero si seguimos poniendo piedras en el camino del único gobierno de coalición progresista que hemos tenido en los últimos años, mal vamos. Sobre todo, porque entonces vendrán otros. Y estos sí tienen claro que la democracia es algo que hay que eliminar, o usar para su propio beneficio. Entonces, no solo irán a la cárcel algunos “artistas”. También iremos los que defendemos con firmeza nuestros ideales democráticos. Me refiero a la extrema derecha, que es la cepa dominante en nuestro país.