Mentiras del capitalismo
El nacionalcatolicismo me adoctrinó como dios manda en todos los frentes: familia, escuela, catequesis, Legión de María, OJE, prensa, radio, televisión, fiestas mayores y menores, autoridades, vecindario, amistades, etc. Esa época dejó en mi persona un poso indeleble de historias y de fábulas: “Llegaron a Jerusalén; y entrando Jesús en el templo, comenzó a echar fuera a los que vendían y compraban en el templo; volcó las mesas de los que cambiaban el dinero y los asientos de los que vendían las palomas” (Marcos 11:15).
“Entonces todo el pueblo apartó los zarcillos de oro que tenían en sus orejas, y los trajeron a Aarón; y él los tomó de sus manos y les dio forma con buril, e hizo de ellos un becerro de fundición. Y ellos dijeron: Este es tu dios, Israel, que te ha sacado de la tierra de Egipto. Cuando Aarón vio esto, edificó un altar delante del becerro.” (Éxodo 32:3–5). Según maduraban a la par mi cuerpo y mi raciocinio, tuve claro que la Biblia era literatura de ficción como Las mil y una noches, La Odisea, la Ilíada o los Cuentos de Calleja.
La Iglesia, reconvertida en rentable multinacional, anda amancebada provechosamente con el neoliberalismo en un idilio de lucro bilateral. Son dos cuentos, dos fraudes, para doblegar al pueblo que, generación tras generación, padece la desigualdad social que este sistema produce. La Iglesia acusa el creciente abandono por la feligresía de sus dogmas, sus ritos y su pecadora jerarquía. El aguante del capitalismo parece deberse a alguna maca neuronal que impide al ser humano advertir ciertos peligros inmediatos.
No hay apóstol que respalde con su firma una falacia como la de la Autorregulación del Mercado, que se sigue colando como irrefutable dogma neoliberal. Buscan los mercados un santo grial que pruebe la existencia real de este mito por ellos inventado. Los mercados nunca hicieron cosa distinta que esquivar la regulación pública para ejercer sin cortapisas sus prácticas de manga ancha, de mangones, de mangantes privados, como hacen hoy con los precios de la luz y de los combustibles. Una canalla irregularidad.
Tampoco es de recibo el dogma de la Libre Competencia que predican los evangelistas neoliberales, toda vez que se practica justamente lo contrario. En la anterior crisis se reorganizó el mercado bancario “eliminando competencia para ganar competitividad”, dijeron, con el resultado de una extorsión masiva a la clientela. Todos los sectores económicos buscan unificar la competencia en pocas manos para dar paso al imperio de cárteles y multinacionales que imponen precios y condiciones al consumidor.
Pontifican los sumos sacerdotes del capital, del linaje de Aarón, el del Becerro de Oro, que hay que derrochar fe en la sacrosanta Ley de la Oferta y la Demanda. No existe mayor patraña (¿la Autorregulación?, ¿la Libre Competencia, quizás?) que ésta; no hay mentira más pueril y perversa cuando son los propios mercados los que controlan oferta y demanda, los dueños de los medios de producción, de la distribución y de la publicidad. No hay más que ver el papel que al respecto desempeñan los fondos de inversión.
La estafa de la fe capitalista, como la católica, funciona a pesar de sus efectos nocivos para quienes la practican. La ciudadanía desfavorecida es víctima de los trápalas que han hallado atributos divinos en internet, donde convierten el agua en vino, y la deslocalización, que les permite multiplicar los panes de las ventas y los peces de los beneficios. Quizás la única verdad irrebatible del capitalismo salvaje, de la inflación artificial, sea que la mayor parte del beneficio capitalista es maná caído del cielo. Un pecado. Un delito.